Editorial:

Cultura del consumo

EL APRENDIZAJE de una cultura del consumo sigue siendo todavía en España una de las claves de su modernización y de su deseada homologación con Europa. Lamentablemente, los avances que se han producido en los últimos lustros en este terreno han sido más producto de sustos, cuando no de tragedias como la del síndrome tóxico, que de una clara conciencia colectiva sobre su necesidad.Pero si en gran medida se ha podido poner freno a actividades esencialmente delictivas no ha ocurrido lo mismo con determinadas prácticas comerciales desarrolladas a gran escala, manifiestamente abusivas de los derech...

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EL APRENDIZAJE de una cultura del consumo sigue siendo todavía en España una de las claves de su modernización y de su deseada homologación con Europa. Lamentablemente, los avances que se han producido en los últimos lustros en este terreno han sido más producto de sustos, cuando no de tragedias como la del síndrome tóxico, que de una clara conciencia colectiva sobre su necesidad.Pero si en gran medida se ha podido poner freno a actividades esencialmente delictivas no ha ocurrido lo mismo con determinadas prácticas comerciales desarrolladas a gran escala, manifiestamente abusivas de los derechos de los consumidores y que provocan su indefensión. Prácticas cuyo caldo de cultivo es el enorme desarrollo que ha alcanzado en el sistema productivo la contratación en masa, caracterizada por la exigencia comercial de formulaciones normativas estereotipadas -las llamadas condiciones generales de contratación-, a fin de permitir la realización idéntica y simultánea de un número indeterminado de contratos.

Para colmar el enorme retraso que España arrastra en este campo no sólo respecto de la normativa comunitaria, sino de la propia Constitución de 1978, el Ministerio de Justicia acaba de desempolvar el anteproyecto de Ley de Condiciones Generales de Contratación, que dormía desde hace diez años el sueño de los justos en los despachos de la Comisión General de Codificación. Ahora, lo importante es que la ley sea aprobada con la máxima celeridad por el Parlamento.

Su interés social es obvio si se tiene en cuenta que con ella se pretende proteger de las cláusulas leoninas que suelen camuflarse en la letra pequeña de los contratos al ciudadano que compra a plazos una vivienda, suscribe una póliza de seguros, obtiene un préstamo bancario, desea utilizar una tarjeta de crédito o necesita hacer uso del teléfono, el gas o la luz eléctrica. Llena, pues, un vacío legal existente en la contratación masiva de este tipo de servicios.

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Actualmente, el 70% de los asuntos que entran cada día en los juzgados civiles tienen que ver con reclamaciones de usuarios y consumidores frente a las grandes compañías y corporaciones, que en muchos casos disponen del monopolio de la explotación de determinados servicios. Pero la justicia no es, ni por su carestía ni por su lentitud, la mejor vía para la defensa de los derechos del consumidor, necesitados, por lo general, de una satisfacción inmediata. La salvaguardia de tales derechos debe fundamentarse ante todo en una legislación clara y contundente en cuanto a su eficacia obligatoria.

Se trata, ni más ni menos, de lograr que las relaciones jurídicas entre las entidades prestatarias de servicios y sus usuarios estén caracterizadas por la igualdad, el equilibrio y la buena fe que impone el orden público económico constitucional. Algo que todavía es un desiderátum en la actual sociedad de consumo, caracterizada en gran medida, por extraño que parezca, por la desconsideración al consumidor.

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