Editorial:

El día de la infamia

EL PRESIDENTE Roosevelt lo calificó de "día de la infamia". El mundo no tuvo demasiado tiempo para horrorizarse, porque ya estaba enfrascado en tratar de sobrevivir a la guerra que en esos momentos, en virtud de su extensión al Pacífico, se convertía auténticamente en mundial. Era el 7 de diciembre de 1941, hoy hace 50 años, cuando Japón asestaba un grave pero no decisivo golpe a la flota de guerra norteamericana surta en Pearl Harbor, Hawai. Más que olvidada, ha sido archivada por la historia, la cadena de acontecimientos que forzaron a Japón a tomar la iniciativa militar -el embargo n...

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EL PRESIDENTE Roosevelt lo calificó de "día de la infamia". El mundo no tuvo demasiado tiempo para horrorizarse, porque ya estaba enfrascado en tratar de sobrevivir a la guerra que en esos momentos, en virtud de su extensión al Pacífico, se convertía auténticamente en mundial. Era el 7 de diciembre de 1941, hoy hace 50 años, cuando Japón asestaba un grave pero no decisivo golpe a la flota de guerra norteamericana surta en Pearl Harbor, Hawai. Más que olvidada, ha sido archivada por la historia, la cadena de acontecimientos que forzaron a Japón a tomar la iniciativa militar -el embargo norteamericano sobre las materias primas imprescindibles a la economía japonesa, como el petróleo y el caucho- y que condujeron a EE UU a destruir por la vía nuclear dos inermes ciudades japonesas, Hiroshima y Nagasaki, y, en definitiva, obligaron a Tokio a firmar una paz que convertía al archipiélago en lo que, inicialmente, era un protectorado norteamericano.Hoy, Japón es el aliado privilegiado de Estados Unidos en la zona, y algunos incluso se plantean quién es en realidad el aliado prioritario de quién; el gran designio japonés de dominación política, económica y cultural en todo el Extremo Oriente se está cumpliendo sin el recurso de las armas. La actual penetración pacífica de los intereses económicos japoneses en lo que ahora muchos consideran sin escalofrío el área natural de expansión del archipiélago es acogida con la mejor de las bienvenidas por los países de la zona.

Las grandes guerras suelen ser tan horribles como, en la mayoría de los casos, inevitables. No así determinadas aportaciones al espanto, de las que la segunda conflagración fue particularmente generosa. Esos horrores, cuya relación comienza pero no se agota con el holocausto judío, empañaron el honor de las armas y del Estado japonés. Olvidar no significa quemar los libros de historia. Así, a Pearl Harbor hay que sumar, con mayor razón, las matanzas de Shanghai en 1937 o la infamante marcha de los supervivientes de Bataan en las Filipinas de 1942.

Nada de eso condiciona hoy las conductas de los principales actores de la zona. El nuevo Japón, como la nueva Alemania, son miembros relevantes del mundo democrático, así como grandes potencias en ciernes otra vez. Los acontecimientos de hace 50 años han de contemplarse, por tanto, como una lección para todos, vencedores y vencidos. Pero no significa ello que lo pasado no devengue réditos ni responsabilidades. Significa que hoy el mundo puede permitirse el lujo de ser para Japón, afortunadamente, diferente.

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