Tribuna:

Escribir ¿para qué?

En la inmediata posguerra, un escritor holandés vive en una modesta casa de los alrededores de La Haya. Trabaja horas y más horas, provocando el asombro de su empleada de hogar, una cordobesa inquieta y vivaz que había emigrado al terminar la guerra civil española. Una mañana observa al escritor en su tenaz tarea y, no pudiendo contener su curiosidad, le pregunta: "¿Para qué escribe usted?". Sorprendido y un poco perplejo, le responde: "Escribo porque me gusta, quizá por un impulso interior...". "¡No!", le interrumpe la sutil andaluza, "usted escribe para resaltar". Era verdad, se escribe para...

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En la inmediata posguerra, un escritor holandés vive en una modesta casa de los alrededores de La Haya. Trabaja horas y más horas, provocando el asombro de su empleada de hogar, una cordobesa inquieta y vivaz que había emigrado al terminar la guerra civil española. Una mañana observa al escritor en su tenaz tarea y, no pudiendo contener su curiosidad, le pregunta: "¿Para qué escribe usted?". Sorprendido y un poco perplejo, le responde: "Escribo porque me gusta, quizá por un impulso interior...". "¡No!", le interrumpe la sutil andaluza, "usted escribe para resaltar". Era verdad, se escribe para sobresalir de entre el común de los mortales, saltar a la luz, al mundo, aparecer ante los demás como una figura resplandeciente. ¿Escribimos por vanidad?: "El que os diga que escribe para propio recreo, miente; quiere, cuando menos, dejar una sombra de su espíritu, algo que le sobreviva" (Unamuno). Sí, tiene afán de nombre y de gloria, porque busca la inmortalidad del alma perpetuándose en el recuerdo de los seres que le conocieron en vida, 'l'éternité dans la mémoire" de que habla Bergson. ¡Pobre y mísera supervivencia, ya que el olvido es la verdadera memoria de los vivos. Sin duda, se escribe en tensión extremada, luchando por distinguirse, singularizarse, pero en realidad lo que se busca es desvelar el yo opaco, escondido en las sombras de nuestra existencia cotidiana, que sufrimos como enigma lacerante y atormentador. Escribimos para conocernos y llegar a saber quién soy yo.A hora bien, ¿cuál es el yo que intentamos descubrir? Hay muchos: el de Montaigne, que anotaba en un diario los acontecimientos personales, estados de ánimo, registraba los sentimientos y emociones peculiares de su ser; el de Pascal, tan odiado por él mismo, porque no le dejaba ver el mundo con limpidez geométrica; el yo pienso de Descartes, que le permite contemplar con claridad lo que es el Ser y estar abierto a todo, jamás fijo ni obsesionado por algo determinado; el patético yo de Rousseau, que se siente culpable y examina como un corrompido siendo, en realidad, de una ejemplar inocencia. Hasta que Kierkegaard, contundente y decisivo, descubre el yo verdadero que se aísla y llega al propio territorio, renunciando a la realidad objetiva.

El yo es la relación inmediata y directa de sí consigo. Por esta razón, escribimos para expresar espontánea, gozosamente el sentimiento que tenemos de nuestro ser, a veces sin reflexionarlo. Pero existe una reflexión irreflexiva del yo, un descubrimiento de su realidad porque al escribir nos sumergimos en sus sombras para sentimos. En la palabra escrita el yo sale a la luz sin querer, a veces sin buscarlo, porque el sujeto se objetiva verdaderamente al escribir. Entonces el lenguaje deja de ser un simple instrumento de comunicación para convertirse en expresión de la realidad íntima del escritor. Así, el lenguaje constituye el acto mismo de significarse el hombre, de poder decir a todo el mundo cómo es de verdad. La palabra escrita es el signo evidente del yo.

El lenguaje puede interpretarse, pues tiene su discurso lógico, sus gracias y desgracias. El arte de la escritura consiste en saber descubrir y escoger las palabras. "El estilo", dice Eduardo Dieste en su obra Los problemas literarios, "es meditación de las palabras", para poder encontrar sentido al sonido inaudible que es el signo escrito. Sin embargo, los surrealistas se sublevaron contra este pensar la palabra e intentaron expresar la verdad oculta del yo mediante la escritura automática. Pero cuando le preguntaron a Breton "¿por qué escribe?", respondió todo lo contrario: que escribimos para manifestar la realidad total del hombre que somos a través del sentido lógico del lenguaje. La escritura es significante y compleja, pues por ella se ha buscado siempre racionalizar el inconsciente.

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El estilo puede convertir el lenguaje en fabricación artificial, en pirueta o juego, mediante la búsqueda y rebúsqueda de la palabra brillante, hermosa, sensual, esplendorosa, lo que dio como resultado la elaboración sutil de fórmulas literarias de vanguardia. Pero, ¿se puede escribir sin estilo, sin imágenes, sin metáforas? La imaginación creadora es capaz de simbolizar en imágenes lo sentido íntimamente, exteriorización del yo engañosa, quizá falaz. No obstante, el símbolo, la imagen, la metáfora, son la viva expresión del pensamiento. Por ello, Paul Valéry exige al lenguaje su adecuación a los nexos que se establecen entre las palabras mismas. Por ejemplo, el lenguaje poético es siempre significante, porque tiene "espesura semántica" (Francis Ponge), o humus significante (Sartre), es decir, la palabra escrita, igual que el gesto, el acento, la voz, puede modular la existencia más allá de lo que significa cada palabra. En El cántico espiritual, de san Juan de la Cruz, se dice: "Los Ojos deseados que tengo en mis entrañas dibujados". Con esta imagen expresa el poeta místico la concepción mental del amor, creación de la razón pura, idea o ideal del cuerpo a través de unos ojos que imagina en sí mismo; "la primavera florida, entre los remos de los barqueros", canta Jorge Guillén para expresar la idea del tiempo sucesivo, imprevisto, esperanzador en su desesperación líquida, fluyente.

Para escribir debemos expresarnos con imágenes que son símbolos del yo que llevamos oculto y van descubriendo la correspondencia de sus significaciones secretas. En consecuencia, no se nace escritor, hay que aprender a escribir hasta poder "hablar con voz propia" (Malraux), lo que exige una permanente tensión mental, una concentración en la intimidad de la conciencia, porque una obra poética o literaria es una síntesis del caos sentimental, de la orgiástica multiplicidad de pensamientos, de la fiesta revulsiva de los sentidos: "Quiero escribir, pero me sale espuma. / Quiero decir muchísimo y atollo". Así expresa César Vallejo la dificultad de llegar a ser un poeta con voz original, pues debe luchar ardorosamente contra la torpeza de su lenguaje, las oscuridades del propio yo, que se desconcierta en voces diferentes y sumen en la confusa desesperación. Sin embargo, advierte: "No hay dios ni hijo de dios sin desarrollo", descubriendo el proceso dialáctico de la escritura, el arduo y difícil combate para lograr la iluminación racional de las tinieblas íntimas y llegar a la palabra clarificadora, serena, al pleno discurso poético que plasma el sentir tembloroso del ser.

Creo que se escribe para existir en los otros, hacerse presente en ellos, ayudarles a comprenderse. Escribimos para el público, para esa humanidad ignota que nos rodea e interroga siempre, acuciada por su problemática existencial. Escribir, después de sumergirse en la reflexión de sí mismo, es para abrirse diáfanamente a todos, pues las palabras escritas tienen el poder extraordinario de arrancarme de cuajo de mis pensamientos, hacerme salir del retiro ensimismado y que los pesares de otros irrumpan en mi soledad: "En este instante, al menos, yo era tú" (Jean Paulhan). Al escribir se crea una subjetividad trascendental, porque se siente la presencia de otro en sí mismo. Pero aún no se ha constituido la intersubjetividad real, el verdadero nosotros, pues todavía permanecemos sujetos puros que conservan sus distancias. Es necesario que las palabras se llenen de sentido y desborden en otros, enlazándose en un todo común, para llegar a la compenetración recíproca en materia verbal y que la escritura llegue a crear una positiva unidad humana. Por ello, al escribir hay que sentirse como parte de la totalidad viviente, lo que significa autoconciencia progresiva. Sólo así el escritor es consciente de su realidad y, a la vez, se hace consciente de que hay otros hombres que son lo que él es para sí. En suma, el escritor puede escribir su obra si se siente implicado en situaciones y problemas ajenos "y se comporta hacia sí como hacia un ser universal y, por tanto, libre" (Marx). Pero esta existencia unitaria de los hombres se halla aún muy lejana, y continuamos escribiendo mensajes privados de solitario a solitario, con la esperanza de que algún día se abrazarán todos los hombres, y 11 entrelazándose hablarán los mudos" (Vallejo), para que el individuo pueda ser un hombre.

es ensayista. Autor de La melancolía.

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