Cartas al director

Tiempo de vergüenza

Como funcionaria que fui durante 37 años del Instituto Nacional de Previsión, llevo siete empleando mi pluma en rogar, informar, llamar la atención de los diversos órganos de la Administración sobre la situación de empobrecimiento progresivo a que se nos había condenado a una gran mayoría de pensionistas de la Mutualidad de la Previsión que lo éramos ya el 1 de julio de 1984.El tono de mis ruegos, informes y denuncias comenzó a teñirse de esperanza cuando, con ocasión de la Ley de Presupuestos para el año 1987, aprobada en las Cortes en diciembre de 1986, se introdujo en ella una disposición t...

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Como funcionaria que fui durante 37 años del Instituto Nacional de Previsión, llevo siete empleando mi pluma en rogar, informar, llamar la atención de los diversos órganos de la Administración sobre la situación de empobrecimiento progresivo a que se nos había condenado a una gran mayoría de pensionistas de la Mutualidad de la Previsión que lo éramos ya el 1 de julio de 1984.El tono de mis ruegos, informes y denuncias comenzó a teñirse de esperanza cuando, con ocasión de la Ley de Presupuestos para el año 1987, aprobada en las Cortes en diciembre de 1986, se introdujo en ella una disposición transitoria -la sexta- con la que parecía que la Administración se proponía remediar en alguna medida la inquietante y casi inicua situación a que se nos había reducido por la disposición quinta de la ley del año 1984.

Desde entonces he oído, he leído una y otra vez, un año tras otro, cómo se afirmaba, en la radio, en la prensa, en el Parlamento, ante el Defensor del Pueblo, a nuestras asociaciones, que ya estábamos "en la recta final"; que nuesta esperanza pronto, en los primeros meses de 1990, en el mes de junio, en noviembre..., a primeros del año 1991..., iba a convertirse en una realidad.

Hoy, 1 de marzo, ya no sé qué pensar. Me hago muchas preguntas, que siempre me conducen a una que ni siquiera me atrevo a contestar: ¿a qué es a lo que están esperando?

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Porque muchos companeros, a un ritmo continuo, cada día más frecuente, se marchan para siempre. Y empiezo a pensar que se nos va acabando a todos el tiempo para la esperanza; que ya sólo queda tiempo para la vergüenza: la que, por lo visto, no sienten aquellos que estaban obligados a morirse de ella

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