Editorial

Una figura mundial

LA DIMISIÓN de Margaret Thatcher, tomada sin titubeo tras oír el consejo de su Gabinete, obedece probablemente a tres razones: el intento de restañar la profunda división del partido; el deseo de impedir que su adversario y antiguo ministro de Defensa, Michael Heseltine, pueda alzarse con la sucesión, y el hecho de que en el sistema británico, como en la mayoría de los democráticos, las carreras políticas de los líderes dependen no sólo del electorado, sino, además, de decisiones tomadas en el seno de sus propios partidos.La crisis desencadenada por la dimisión no se resolverá probablemente co...

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LA DIMISIÓN de Margaret Thatcher, tomada sin titubeo tras oír el consejo de su Gabinete, obedece probablemente a tres razones: el intento de restañar la profunda división del partido; el deseo de impedir que su adversario y antiguo ministro de Defensa, Michael Heseltine, pueda alzarse con la sucesión, y el hecho de que en el sistema británico, como en la mayoría de los democráticos, las carreras políticas de los líderes dependen no sólo del electorado, sino, además, de decisiones tomadas en el seno de sus propios partidos.La crisis desencadenada por la dimisión no se resolverá probablemente con la elección del sucesor. El nuevo primer ministro saldrá de entre estos tres candidatos conservadores: el propio Heseltine; Douglas Hurd, actual ministro de Exteriores, y su colega de Hacienda, John Major. Sea quien sea, el inquilino de Downing Street es difícil que consiga sustraerse a la presión para convocar unas elecciones, generales anticipadas, cuyo resultado es incierto.

Margaret Thatcher, descrita por sus partidarios como el mejor primer ministro británico en tiempos de paz de los últimos 150 años, deja un país muy distinto del que encontró cuando accedió al liderazgo conservador, hace 15 años, y a la dirección del Gobierno, hace 11 y medio. Su revolución conservadora ha contribuido a cambiar sustancialmente el panorama social y económico británico. Tanto en la guerra (recuérdese la dureza con que reaccionó ante la crisis de las islas Malvinas) como en la paz, la terquedad de sus convicciones liberales ayudó a cambiar cosas que parecían estar en la raíz misma de la sociedad británica: el control de la vida política por los sindicatos e incluso la esencia del sistema de clases, alterada por su noción de capitalismo popular (la privatización de algunas de las más importantes empresas públicas mediante la venta atomizada de sus acciones) y por la venta de un millón de casas de propiedad municipal a sus inquilinos. Los nuevos accionistas y propietarios, procedentes del corazón del electorado laborista, contribuyeron a su victoria en tres elecciones generales. Había nacido el thatcherismo.

Paradójicamente, también había sido plantada la simiente de su derrota. La firmeza de las recetas de la premier escondía asimismo su intransigencia. Por un tiempo, el monetarismo funcionó: la economía creció de manera continuada y la inflación y el déficit presupuestario cayeron espectacularmente. Pero en otoño del año pasado, el Reino Unido comenzó a sentir los efectos de lo que pronto se convirtió en una recesión. La popularidad de la primera ministra empezó a bajar, y se aceleró en la primavera última por la introducción del discutido poll-tax, el impuesto municipal generalizado. A final del verano, el Partido Laborista había tornado una ventaja de 20 puntos sobre los conservadores en los muestreos de opinión.

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Las variaciones en los sondeos electorales nunca descorazonaron, sin embargo, a Margaret Thatcher. Lo que ha acabado con ella ha sido algo que muy probablemente no pasó por su cabeza: la cuestión de Europa. La premier creía sin duda reflejar el sentimiento mayoritario de sus compatriotas al contemplar, primero con enorme recelo y luego con franca enemistad, el proceso de construcción de una nueva Comunidad Europea que le inspiraba sospechas. De hecho, durante demasiado tiempo su europeísmo consistió en subirse al tren en marcha cuando ya estaba casi fuera de la estación; era cuestión de saber cuándo lo perdería. Los observadores europeos no esperan ahora que su sucesor sea un ardiente profeta de la CE. Basta con que no la contemple como una amenaza y se integre en el proceso de construcción, incluso con la legítima intención de cambiar los objetivos finales.

Hurd o Major comprenden mejor que, en un contexto de creciente integración económica, el aislamiento del Reino Unido amenaza, entre otros, el histórico papel desempeñado por la City en las finanzas internacionales. La Bolsa londinense demostró ayer, tal vez cruelmente, cuál es su opinión: la noticia de la dimisión fue acogida con aplausos.

No es de extrañar que amplios sectores del Partido Conservador hayan llegado a la conclusión de que tienen mejores oportunidades electorales sin Thatcher que con ella. Tampoco es extraño que, tras los acontecimientos de las 24 horas anteriores, la primera ministra aceptara que su empeño en seguir contribuía a dividir aún más a los tories y, curiosamente, a favorecer a su antagonista, Michael Heseltine. Dos cosas que esa formidable mujer quería impedir. Es típico de su respeto por las reglas del juego democrático y de su valor personal que Margaret Thatcher decidiera dimitir en el momento mismo en que comprendió que su obstinación no conducía a nada y que había perdido la batalla. Es posible que muchos la recuerden sin cariño, pero es seguro que todos lo harán con el respeto debido a una de las grandes figuras mundiales de la posguerra.

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