Tribuna:

Contra el poder

En días recientes ha sido una vez más asunto de público debate entre nosotros el de la relación, nunca fácil, de los intelectuales con el poder. Y habría que decir en primer término que, a la verdad, de lo que se trata es más bien de una relación de poderes, pues tan pronto como el intelectual sale del terreno de la especulación teórica para meter baza en el de la realidad práctica -a lo que, en cuanto ciudadano, tiene perfecto derecho- comienza ya a actuar como político, de igual manera que el teólogo de la liberación alentando a los guerrilleros, no menos que el Papa dictaminando sobr...

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En días recientes ha sido una vez más asunto de público debate entre nosotros el de la relación, nunca fácil, de los intelectuales con el poder. Y habría que decir en primer término que, a la verdad, de lo que se trata es más bien de una relación de poderes, pues tan pronto como el intelectual sale del terreno de la especulación teórica para meter baza en el de la realidad práctica -a lo que, en cuanto ciudadano, tiene perfecto derecho- comienza ya a actuar como político, de igual manera que el teólogo de la liberación alentando a los guerrilleros, no menos que el Papa dictaminando sobre el aborto o el divorcio, actúan en calidad de políticos, y para hacer política emplean la autoridad moral de que se creen investidos por el conocimiento de los divinos designios que se les supone. Éste es precisamente el instrumento de su poder.En esos debates nuestros, cuando se habla de el poder suele entenderse, ni más ni menos, el aparato de gobierno, esto es, el conjunto de quienes ocupan los cargos públicos dentro de las instituciones del Estado, aunque también se aluda, con vaguedad y con la aprensión que lo impreciso despierta siempre, a los poderes fácticos, entendiendo por tales aquellos que dimanan de núcleos sociales diversos: la Iglesia, la milicia, las actividades económicas, en particular la banca, y ¿por qué no?, también los sindicatos de trabajadores; poderes fácticos que, mal definidos y de borroso perfil, pueden llegar a ser en la imaginación popular objeto de cualquier sospecha y de toda genérica imputación, como en tiempo no muy remoto lo fueron la masonería o la Compañía de Jesús.

Y claro está que desde un punto de vista intelectual cabe que uno se coloque enfrente del poder, de todo poder. Es la posición que, tras haber debido combatir a lo largo de su vida una dictadura, parecen asumir ahora con altivo despego algunos intelectuales españoles, desencantados de la democracia que, desde luego, no responde a la utopía soñada. Teóricamente, esta posición es impecable, y tiene la ventaja de lucir muy elegante, muy airosa, permitiendo a quien la mantiene situarse desdeñoso y a poco precio, aparte y por encima del bajo mundo. El poder es, sin duda, un mal; pero si, como san Pablo afirma, todo poder viene de Dios, no será menos cierto que cayó sobre nosotros como consecuencia del pecado original. Será, pues, un mal, pero mal necesario, que sólo cabe frenar y reducir al mínimo indispensable. Los ilusos y bien intencionados anarquistas del siglo pasado intentaron, con abnegada autoinmolación muchas veces, eliminar el Estado tirando bombas o, por la vía pasiva, negándose a pagar su contribución al César; pero tales maneras de proceder, sobre resultar inconducentes, contradicen sus propios principios teóricos, ya que tanto la resistencia pasiva como la actividad terrorista son ya en sí mismas un ejercicio de poder, como lo es la minúscula cuota de poder que ejercita quien, por ejemplo, se declara en huelga de hambre para comprometer con su sacrificio la conciencia ajena.

El ejercicio de poder es ineludible función natural de la vida. La criaturita que, apenas nacida, reclama por medio del llanto la atención materna o que, pocos años después, emplea diferentes tretas para conseguir el juguete con que la tele visión le ha seducido, sometida al poder de la persuasiva propaganda del fabricante, procura por su parte imponerle a lo mayores su propio deseo. La vida social toda está sostenid mediante una red de continuas quizá minúsculas, apenas ad ertidas pugnas de poder; dentro de su dinámica general el poder político -es decir, el poder por antonomasia- es tan sólo su exponente más visible. Por tanto, la confrontación de los intelectuales con quienes detentan los cargos de gobierno no pasa de ser sino un caso particular en la universal tensión de las fuerzas sociales; pues claro está que si el intelectual estuviese desprovisto de todo poder, si no tuviera alguna plataforma, siquiera precaria, en que apoyarse y desde donde hacer oír su voz, las sentencias morales que promulga, no es ya que caerían en el vacío, privadas de efectividad; es que, de hecho, ni siquiera alcanzarían a ser formuladas. El intelectual es un miembro del cuerpo social, tan implicado como quien más en el común esfuerzo, humano y natural, de autoafirmación. Que los medios de comunicación pública de que se vale constituyen su específico instrumento de poder, es simple obviedad: ya en el siglo pasado fue considerada la prensa como "el cuarto poder del Estado", junto al legislativo, el ejecutivo y el judicial.

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Esto debe quedar bien claro: la relación del estamento intelectual con el poder es en realidad una relación entre poderes, aun cuando los desplegados por sus miembros apelen a la argucia de pretenderse inermes. ¿Quién ha de engañarse al respecto? Desde la sátira o la denuncia virulenta de panfletos y pasquines bajo los regímenes autoritarios hasta los más sesudos artículos de opinión en la democracia, la crítica al gobernante cuenta con una gran variedad de recursos que apenas hace falta reseñar ni describir. Y la reacción airada del gobernante frente a la crítica evidencia en todo caso la efectividad de una mordedura que puede resultarle mortal.

Pero una vez establecido esto, conviene señalar ahora que la relación entre los intelectuales y el poder, aunque sea de hecho una relación de poder a poder, presenta, sin embargo características peculiares. Proviene tal peculiaridad de la ín dole singularísima de la funciór intelectiva que es propia del lla mado intelectual. Mediante si intelecto supera en general e Homo sapiens el plano de pura naturaleza para elevarse la esfera de la historia. Es el es fuerzo que todos hacemos por introducir un elemento de racionalidad en nuestra conducta, dignificando así aquello a que nos obliga la animal condición. Ahora bien, se considera intelectual aquel a quien una vocación especial impulsa -sin perjuicio de las demás actividades de la vida en sociedad- a intensificar y aun profesionalizar la actividad mental que conduce al conocimiento, llevando éste más allá de la antedicha función vital, hacia un plano de universalidad abstracta. Por eso se ha aducido en nuestros recientes debates la opinión de Ortega y Gasset en su por lo demás bastante cuestionable ensayo sobre Mirabeau o el político, cuando atribuye a los intelectuales la vocación y el deber de afirmar la verdad, por contraste con los políticos -y políticos lo somos todos, lo es todo bicho viviente en sociedad-, que en las relaciones civilizadas de poder solemos acogernos al recursó de la mentira (la famosa hipocresía social), en lugar de entregarnos a la cruda violencia. Ortega sostiene que la virtud específica del intelectual radica en "el esfuerzo continuo por pensar la verdad y una vez pensada decirla, sea como sea, aunque le despedacen", y supone que el intelectual hasta quizá "envidia esa tranquilidad prodigiosa con que los hombres públicos dicen lo contrario de lo que piensan"; para concluir: "Que ni la mentira cuesta nada al político ni la veracidad al intelectual. Una y otra manan naturalmente de su distinta condición".

Ciertamente, la vocación y el deber del intelectual es atenerse a la verdad proclamando lo que considera tal, sin que razones prácticas lo inhiban, mientras que el político debe en cambio atenerse a la necesidad práctica y cumplir su misión con la vista puesta en las consecuencias de sus actos. Son dos actitudes fundamentales distintas, que requieren las correspondientes adaptaciones éticas. El intelectual que -acaso por consideraciones prácticas quizá no mezquinas, tal vez muy válidas- miente en lo que proclama, o meramente simplifica -ocultando o disimulando su problematicidad- el tema en cuestión, quizá cumple así un deber cívico, pero traiciona con ello su condición de intelectual. Tal fue el problema que muchos debieron encarar en la época del compromiso, cuando algunos cedían su firma para suscribir tal o cual documento político, pues, aun convencidos y fervientes partidarios de la causa propugnada, al hacerlo ponían a contribución en favor de esa causa un prestigio adquirido en un plano teórico ajeno por principio a las particularidades del caso concreto. Su opinión sobre ese caso concreto podía ser muy acertada (ya que hay intelectuales que además -aunque no necesariamente- poseen también, en grados diversos, perspicacia e inteligencia práctica), pero al echar sobre la mesa del juego político el peso de su fama de filósofos, pensadores, poetas, matemáticos o teólogos, están metiendo una carta falsa, esto es, haciendo trampa, mintiendo; o sea, actuando como políticos y según las leyes de la praxis. Bien está que lo hagan, ya que, como digo, todo hombre es animal político; pero no confundamos las cosas: el intelectual que, por ejemplo, se pronuncia contra las centrales atómicas, o bien a favor de ellas, lo hace, corno cada quisque, tan sólo en virl 'ud de su criterio práctico de ciudadano y apoyado en razones pragmáticas, y si a favor de tal criterio pone el prestigio de su nombre, no hace otra cosa que el tenista o la dama famosa cuyas firmas aparecen junto a la suya.

Suena, sin duda, un tanto fuerte -precisamente por causa de la consabida hipocresía social- la postulación de la mentira como atributo propio del político, según hizo Ortega en sus citadas frases. Nadie se oferida, sin embargo. La mentira es un indispensable, a veces benéfico, instrumento en la convivencia social, de la que el aspect o más relevante sería el juego político. Impolítico en grado sumo, e inaceptable para él trato cotidiano, sería el decirle a alguien las verdades en su cara. Y precisamente la propensión del intelectual a la veracidad es lo que hace de él, cuando no se siente capaz de vencerla, un mal político; es lo que le lleva al fracaso. Quizá mis lectores recuerden un artículo donde felicitaba yo al escritor Mario Vargas Llosa por haber perdido las elecciones presidenciales de su país. Había proclarndo él sin ambages durante su campaña lo que llegado a la presidencia hubiera intentado hacer, en lugar de decirle a las gentes aquello que las gentes deseaban oír, y el resultado fue que su rival, un candidato oscuro, prometiendo todo lo contrario, se llevó el gato al agua, sin perjuicio de poner en práctica luego, presidente ya, no su propia oferta, sino... el programa mismo que Vargas había propuesto. Y si tal ocurrió en Perú, ¿no ha sido exactamente esto lo ocurrido a su vez con Mencm en Argentina?

En el juego político, como en otros muchos juegos, la necesidad de mentir es verdad consabida, aunque sólo desde Maquiavelo haya sido declarada alguna vez con abierto candor; y en el fondo, a nadie extrañan sus trampas, tretas y artimañas; son, al contrario, esperadas, y celebradas cuando han asegurado el triunfo; pues habrá de reconocerse que la política no trata con problemas teóricos semejantes a los de la filosofia o las matemáticas: es actividad vital donde los elementos emocionales, las simpatías y las antipatías, la confianza o la desconfianza, la ilusión y el temor, en suma cuantos factores, tramando el tejido de las relaciones humanas, operan en la tarea de vivir, entran de lleno y le pertenecen.

No se entienda, como parecen algunos entender, que en el campo de la política nada tiene que hacer la moral. Muy al contrario, la subordinación del quehacer político a principios éticos es de suprema importancia; es -pudiera decirse- cuestión de vida o muerte para la comunidad entera. Si un intelectual falta a su deber de veracidad, allá él con su conciencia; pero a la comunídad entera afecta la integridad del político. La norma ética difiere para él en su contenido de la que rige en el caso muy específico del intelectual, y -contra lo afirmado por Ortega en su ensayo sobre Mirabeau- coincide en cambio con la norma del hombre de la calle, cuyas decisiones vitales han de ser adoptadas con la mirada puesta en el alcance de sus consecuencias, buenas o malas. En la vida práctica (que para el particular consiste en la promoción de sus personales intereses, pero para el gobernante en el manejo del bien público) deberá el político aplicar a la promoción de este bien los recursos que estime más adecuados, la mentira entre ellos, cuando convenga. Si en cambio los aplica a beneficio de su interés privado íncurriendo en lo que la ciencia política denomina "desviación de poder", entonces, no sólo será moralmente execrable, sino que resultará ser también un político torpe, un mal político.

Francisco Ayala es escritor.

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