Tribuna:

Alemania, un paso al frente

De nuevo empiezan a levantarse por Europa, aunque tímidas y por el momento asordinadas por el temor a ofender al nuevo y pujante patrón, las históricas voces de alerta ante el peligro alemán. No hay que esperar, por supuesto, al nacimiento de un pangermanismo de nuevo cuño; basta por ahora con que la evolución política del continente permita a los alemanes reunirse en un solo Estado, con una sola moneda, una única ciudadanía y un único mercado, para que salten los fusibles de más bajo amperaje y más de uno se permita interpretar el fenómeno corno la advertencia de una posible avería general de...

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De nuevo empiezan a levantarse por Europa, aunque tímidas y por el momento asordinadas por el temor a ofender al nuevo y pujante patrón, las históricas voces de alerta ante el peligro alemán. No hay que esperar, por supuesto, al nacimiento de un pangermanismo de nuevo cuño; basta por ahora con que la evolución política del continente permita a los alemanes reunirse en un solo Estado, con una sola moneda, una única ciudadanía y un único mercado, para que salten los fusibles de más bajo amperaje y más de uno se permita interpretar el fenómeno corno la advertencia de una posible avería general del sistema europeo.Aparte de algunas poblaciones de territorios fronterizos -oportunamente colonizados tras el último trazado de límites-, los fusibles de más bajo amperaje son, una vez más, los intelectuales, y para este caso, algunos intelectuales alemanes que, por la razón que sea, no quieren pecar de incautos y optan por ponerse la venda antes de que se abra la herida. Ahora resulta que la división de Alemania servía al menos para mantener la paz de sus conciencias, por cuanto una de las dos Alemanias, cada una de ellas vigilada y controlada por su superpatrono, no sería capaz de cometer una nueva atrocidad de alcance continental. Pero con una Alemania unida, y desentendida de ambos patronos, puede reanudarse el baile, nos dicen. Todo parece indicar que el intelectual alemán sólo se siente cómodo en un Estado mediatizado, porque sospecha que uno poderoso no le hará caso, desoirá sus advertencias y procurará hacer lo que le pide el cuerpo desde el siglo XVI: dominar Europa, y si lo consigue, el intelectual alemán se irá a hacer puñetas, como en los tiempos de la Kulturkampf. Una reacción más gremial y profesional que nacional, sin duda.

La referencia obligada a los estragos causados por el III Reich sólo es de recibo si se carece tanto de la noción de aceleración histórica como de la mutación del medio. El medio siglo que separa a la Alemania de Kohl y de De Maiziere de la de Hitler es un lapso histórico muy superior al siglo que separa a Bismarck de Federico el Grande; es medio siglo tenazmente irreversible, que tan sólo puede haber dejado intactos algunos sentimientos ajados. Acogerse a ciertas familias de esos sentimientos para airerar unas escalofriantes advertencias y salvaguardar la posición de vigía es, a mi parecer, el peor servicio que un intelectual puede hacer a su público y, de paso, a su mentalidad. Un intelectual, como cualquier hijo de vecino, es muy libre de sentir miedo, pero será el más nefasto de los educadores si acierta a transmitirlo. La unión de las dos Alemanias puede ser un paso en falso, pero será mucho más grave -y de consecuencias imprevisibles- si es recibida con temor. "Es una chapuza, una improvisación", asegura alguno de ellos, acaso porque no fue consultado para el negocio. ¿Es que no es una chapuza y una improvisación toda unión de dos Estados o de dos sustancias cualesquiera? Las virtudes o defectos de la unión no se juzgarán porque haya sido más o menos sesudamente elaborada -como lo fueron las chapuzas de Versalles y Yalta-, sino por los resultados que ha de deparar, que sin duda escapan a las luces de algunos intelectuales alemanes. La historia se apoya mucho más en chapuzas que en doctos seminarios, a los que tan adictos son algunos intelectuales que sólo se atreven a dar su visto bueno a una resolución si ha sido recogida en el curso de verano dirigido por ellos.

Desde hace cinco siglos Alemania intenta el dominio de Europa; en los siglos XVI y XVII, por la fuerza de sus creencias religiosas; en el XIX, por la fuerza de su ciencia; en el XX, por la fuerza de sus armas. Nadie duda de que es un país lleno de vigor, casi incapaz de reprimir una fuerza que no podría medir con vecinos débiles. El resultado de todo ello lo han pagado, entre otros, el predicador alemán, el filósofo alemán, el sabio alemán y el soldado alemán. ¿Y en el XXI? Estoy de acuerdo en que no se trata de un anschluss, hasta el documento gráfico lo acusa: nada tiene que ver aquel Hofburg lleno hasta la bandera de una muchedumbre brazo en alto o aquella triple fila de muchachas, ataviadas con el traje tirolés, colmando de flores a, los motoristas de la Wehrmacht, con la cola que a la puerta del banco forman los clientes para cambiar sus marcos. No hay mejor respuesta que esa foto a las fúnebres premoniciones de unos intelectuales que, tras 50 años de repetir la tamborrada (y no siempre con un instrumento de hojalata) sobre la unidad espiritual de Alemania, se rasgan las vestiduras en cuanto llega el momento de aceptar su unidad material.

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La Alemania Occidental ha comprado la Alemania Oriental, así de simple, y se ha quedado tan campante. Acaso porque esa instantánea ha reclamado con insistencia la atención del ciudadano en los últimos tiempos, a nada se parece tanto la unión de las dos Alemanias como a la fusión de dos entidades bancarias. Ambos presidentes se sientan al mismo lado de la mesa mientras, de pie, sus respectivos consejeros observan el acto con severa disciplina. Abren sendos portafolios encuadernados en piel, extraen sus estilográficas y con su más comercial sonrisa firman sendos protocolos. A continuación celebran una breve conferencia de prensa para afirmar que el acuerdo beneficia a todos, se amplía y reestructura el mercado y se unifica la política bancaria. Los resultados no se harán esperar.

La Kulturkampf puede muy bien convertirse en una Geldkampf; lo que Alemania intentó con las ideas religiosas, filosóficas, científicas y estratégicas, lo ensayará ahora con las financieras. Benditas sean; son unas ideas que, a diferencia de las otras, reconfortan a la mayor parte de la ciudadanía. Más aún, para prosperar tienen que hacer prosperar a la mayoría.

Además, la política financiera tiene -en comparación con la religiosa, la filosófica, la científica o la militar- indudables ventajas. En primer lugar, por lo general, ocupa la sección final del periódico, con lo que el lector, abrumado por los desastres del narcotráfico, la ETA y el campeonato de fútbol, pasmado ante el aburrimiento estadístico de la cultura, apenas puede conmoverse con las más so-brecogedoras noticias económicas. En segundo lugar, las posibles catástrofes -aparte de producirse en lugares tan poco emotivos como Nueva York, Tokio o Zúrich- tan sólo pueden afectar al ahorro familiar, uno de los fenómenos que mejor han contribuido a hacer insoportable el siglo XX. Y, por último, last but not least, sobre la política financiera apenas tienen voz los intelectuales -ni siquiera los alemanes-, porque sobre eso saben menos todavía que sobre la marcha de la historia.

Juan Benet es ingeniero de Caminos y escritor.

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