Tribuna:

El futuro del anticomunismo

Un prestigioso médico de Zaragoza, que no puede ocultar inteligencia, sentido de la amistad y férreas convicciones de derecha, con indignación apenas contenida, me confesaba hace unos días su sensación de haber sido vilmente engañado. Él sí había creído que los regímenes comunistas eran algo así como la encarnación del mal, convencido de que allí donde lograban instalarse había que abandonar toda esperanza. Justamente porque no había dudado de su maldad intrínseca ni de la perversa eficacia que proporciona un poder monolítico que se apoya en una policía inflexible, se había sentido solidario c...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Un prestigioso médico de Zaragoza, que no puede ocultar inteligencia, sentido de la amistad y férreas convicciones de derecha, con indignación apenas contenida, me confesaba hace unos días su sensación de haber sido vilmente engañado. Él sí había creído que los regímenes comunistas eran algo así como la encarnación del mal, convencido de que allí donde lograban instalarse había que abandonar toda esperanza. Justamente porque no había dudado de su maldad intrínseca ni de la perversa eficacia que proporciona un poder monolítico que se apoya en una policía inflexible, se había sentido solidario con la lucha anticomunista, hasta el punto de formar parte sustancial de su visión del mundo.Cuando cada caso está ya en su sitio y, como corresponde, los buenos de un lado y los malos del otro, comprueba de improviso la fragilidad, ineficacia y hasta ramplonería de los regímenes que había elevado al rango de ser dignos de su odio y que han ido cayendo, uno tras otro, según la aplicación perfecta de la teoría del dominó, que había aprendido en otro contexto y con otro objetivo. Hechos añicos, los regímenes comunistas mostrarían su verdadera naturaleza, que en él no suscitaba más que el desprecio y hasta su buena dosis de conmiseración.

Desde la Revolución de Octubre, y en especial desde la guerra fría que heredamos de la II Guerra Mundial, el anticomunismo, más matizado e inteligente o más visceral y fascistoide, ha sido uno de los ejes fundamentales del pensamiento occidental. De hecho, fue el principal vínculo que durante décadas nos ligó a los países de nuestro entorno, a la vez que constituyó la única legitimidad operativa del régimen anterior. Sin la oposición comunismo-anticomunismo no lo habríamos sufrido durante tantos años, así como, probablemente, nos hubiéramos librado de la guerra civil sin el enfrentamiento del fascismo con el comunismo, aun en el caso de que se hubiera producido el golpe militar.

El anticomunismo es así uno de los elementos básicos a los que hay que acudir para explicar la historia de este siglo. Difícilmente cabe exagerar su importancia; de ahí que no sea insignificante la pregunta por su futuro. Ahora bien, al desplomarse el comunismo, no sólo el anticomunismo pierde su referente, sino, y esto es lo verdaderamente significativo, quedan falsificados los supuestos básicos que lo sustentaban.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Al final, el comunismo se ha revelado una ideología bastante mediocre que ha tratado de ocultar, con el monopolio de la información, el control rígido de la educación y el recurso a la represión policial, tanto su ineficacia productiva como los privilegios de la burocracia dominante. El anticomunismo ha satanizado este modelo con el fin de subsumir cualquier distanciamiento crítico con el orden establecido, como si fuera ya antesala del mal absoluto. El dogma básico del anticomunismo es que no existe, ni puede existir, alternativa válida al capitalismo. Cualquier intento en esta dirección, de tener éxito, haría rebrotar los males que, de forma ejemplar, han puesto de manifiesto los regímenes felizmente fenecidos.

A primera vista cabría pensar que la caída del comunismo acarrease la del anticomunismo, una vez que ha dejado a la intemperie tanto a los simpatizantes como a sus enemigos. Error craso. El anticomunismo, ahora en un momento de forzado silencio -no todos reaccionan como mi admirado amigo aragonés-, goza de buena salud y hasta podría salir fortalecido, por absurdo que parezca, de la desaparición del comunismo. Como reacción comprensible pudiera ocurrir que la experiencia de los pueblos en la era poscomunista que estamos comenzando,junto con los burdos corolarios que saque el anticomunismo remozado, coadyuven a que se produzca una idealización de los regímenes estalinistas, de la misma manera como no faltan los que todavía enaltecen a los fascistas. En fin, podríamos tener comunismo y anticomunismo para largo.

A corto plazo, sin embargo, el mejor pronóstico corresponde al anticomunismo, que ya está poniendo en circulación algunas falacias que conviene desenmascarar; dos que empiezan a expandirse sin contrarréplica me parecen especialmente peligrosas. La primera nos deja sin futuro al inferir del derrumbamiento de los regímenes comunistas la salud y fortaleza de los países capitalistas. El fracaso de un sistema no garantiza la viabilidad del otro, ni siquiera aceptando, que ya es mucho aceptar, que no cupiese alternativa a ambos sistemas; en tal caso, todavía cabría pensar, al menos como posibilidad, que estuviésemos asistiendo al desplome de la moderna sociedad industrial.

Frente a lógica tan peculiar hay que repetir una y otra vez, sin esperanza de que seamos oídos, que la quiebra del llamado socialismo real no legitima al sistema capitalista; únicamente confirma la inferioridad manifiesta del sistema que se proclamó su alternativa. Por el hecho de que haya sido mucho peor la alternativa realizada, no se convierte en satisfactorio el capitalismo de la noche a la mañana, ni queda invalidada la crítica que el movimiento obrero ha llevado a cabo en 150 años de lucha. En cambio, el desmoronamiento del comunismo sí modifica sustancialmente las ideas que tuvo la izquierda sobre la construcción del socialismo, sus posibilidades, riesgos y límites. Aquí sí que hay que empezar a pensar de nuevo, teniendo muy presente la lección que ha impartido la historia.

La segunda falacia consiste en afirmar que los regímenes burocráticos del Este habrían puesto de manifiesto el precio altísimo que han tenido que pagar por haberse empeñado en implantar el pleno empleo. De que hayan coincidido pleno empleo y bajísima productividad en la economía de los países del Este no se deriva que el uno haya sido la causa de la otra. La falacia consiste en concluir conexión sustancial entre baja productividad y pleno empleo. Ya lo saben los pueblos del Este y del Oeste de Europa: el precio que hay que pagar por una economía eficiente es un paro considerable. El rápido aumento del desempleo que se va a producir en los próximos años en los países del Este, y cabe que también en los comunitarios, se va a vender como el indicador más claro de que han mejorado productividad y eficiencia.

Si existe o no, y en qué sentido, una relacion entre productividad y pleno empleo es la cuestión básica que dominará el debate político de los próximo años, al afectar directamente al modelo socialdemócrata que se dio por acabado antes del derrumbamiento de los regímenes colectivistas. El futuro del Estado del bienestar, que incluye el pleno empleo como uno de sus caracteres esenciales, es el tema clave que centrará la discusión y la lucha política y sindical tanto al Este como al Oeste. Si se expandiera la falacia de que los regímenes del Este habrían demostrado que el pleno empleo se paga con una bajísima productividad, habríamos perdido la batalla, incluso antes de darla.

es catedrático de Ciencias Políticas de la Universidad Libre de Berlín.

Archivado En