Tribuna:

Historias

Un hombre ilustre y desengañado, cargado con la sabiduría escéptica de los 60 años, llegó a la conclusión de que la historia es mentira. A los hombres ilustres, a menudo se les atribuyen declaraciones lapidarias que se desprenden de su boca de mármol como si se les hubiera caído un labio, una oreja o cualquier otra parte de su anatomía. Goethe, al morir, pidió más luz. Los exegetas han reverenciado el sentido metafísico de la frase cuando el agonizante, con los ojos enturbiados por el difícil tránsito, lo único que pedía era que descorrieran las cortinas. Paul Valéry deducía la falacia de la h...

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Un hombre ilustre y desengañado, cargado con la sabiduría escéptica de los 60 años, llegó a la conclusión de que la historia es mentira. A los hombres ilustres, a menudo se les atribuyen declaraciones lapidarias que se desprenden de su boca de mármol como si se les hubiera caído un labio, una oreja o cualquier otra parte de su anatomía. Goethe, al morir, pidió más luz. Los exegetas han reverenciado el sentido metafísico de la frase cuando el agonizante, con los ojos enturbiados por el difícil tránsito, lo único que pedía era que descorrieran las cortinas. Paul Valéry deducía la falacia de la historia de su minuciosa pasión por las matemáticas, ciencia exacta y verosímil. Otros pensamos, con ingenuidad escolar, que la historia es el relato de las cosas pasadas. Pero ya se sabe que un relato, por mucha exactitud que encierre, es ya de por sí literatura. Cuando yo era niño se estudiaba a un tiempo y de forma semejante la historia universal y la sagrada, lo que otorgaba la misma categoría existencial a la reina Isabell II y a la burra de Balaam. Ya imaginará el lector las complejas perspectivas que ofrecía ese desconcertante programa de estudios. Los niños nos enardecíamos mucho más con la pelea de David y Goliat que con la toma de Granada (que, dicho sea de paso, siempre he relacionado con una operación de la Guardia Civil). Sansón era un héroe de la misma madera que el Cid, quizá más fuerte, pero también más ingenuo con las mujeres. Las dinastías de Judá ocupaban idéntico territorio mental que la de los reyes godos. La extraordinaria fluidez de los acontecimientos actuales en Europa me ha empujado a buscar un asidero en lo más remoto de aquella memoria colegial. La geografía es el soporte de la historia. El profesor desenrollaba sobre la pizarra un mapa con brillo de hule, señalaba con una especie de taco de billar una gran mancha anaranjada y proclamaba serenamente: Alemania, capital Berlín. Estaba ya cantado el año 1959 y la geografía elemental del franquismo seguía sin reconocer la capitulación del III Reich.

Traigo esto a colación por dos motivos. El subconsciente geográfico de nuestra infancia explica que España sea el país mejor dispuesto a aceptar una reunificación de Alemania, de forma que su capital coincida con la testaruda enseñanza de nuestros profesores. Lo de la historia sagrada es otro asunto. Qué duda cabe que Europa se nos presenta a las 12 tribus de la Comunidad como una especie de tierra prometida.

Jorge Luis Borges dividía a los europeos en dos grandes grupos: aquellos que consideran que la batalla de Waterloo fue una victoria y los que, por el contrario, ven en la morne plaine el escenario de una derrota. La observación es fina, y pertenece al dominio de citas que Borges, como hombre ilustre, deja caer desde lo alto de la reciente edición de sus obras completas. A los españoles, esa escueta pero hábil clasificación nos sitúa en una posición ambigua. Fuimos enemigos tenaces de Napoleón ("los bosques se alzaron en armas, cada matorral era un enemigo", dicen unas memorias de ultratumba que tengo a mano). Sin embargo, a pesar de aquel encarnizamiento botánico, la mención de Waterloo despierta en el entendimiento de cualquier ciudadano español la idea de una derrota. ¿Qué significa esto? La primera deducción es la más sencilla: que el test de Borges no sirve para nada. Pero considerándolo con más espacio podemos sacar otra conclusión. Los españoles elaboramos nuestros sentimientos históricos con una pasta ambivalente, dudosa, algo pesimista y desde luego literaria. Con las victorias se levantan monumentos de piedra sillar. Con las derrotas se escriben las mejores novelas.

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Yo no sé cuáles son los libros de cabecera de Mario Conde. Tampoco sé si pasarán a la historia sus declaraciones al diario Il Messaggero, de Roma, sobre la unidad monetaria europea. Son de hace un par de meses y ya parecen de otro siglo. El presidente de Banesto se muestra extraordinariamente suspicaz respecto al proceso, todavía no iniciado, que debe llevar al nacimiento de un banco central europeo y a la institución de una moneda única. Sus razones tendrá. Mario Conde es un hombre victorioso que teme el poder burocrático de Bruselas de la misma forma que un cacique local recela del gobernador civil. El gobernador civil es de momento Jacques Delors. Nuestro hombre, sin ofender, ocuparía la posición del cacique local.

A las personas con mentalidad técnica (financiera o de hormigón) les resulta extremadamente fácil calificar de burócratas a los políticos. La decisión de impulsar la unión monetaria es desde luego política, pero encierra un proyecto y una ambición que Mario Conde desdeña. Según la entrevista concedida a Il Messaggero, el presidente de Banesto considera que la riqueza de Europa radica precisamente en su diversidad. Lo mismo nos hablaría de su intrínseca unidad si ello conviniera a los intereses del banco. Dejando de lado esa leve hipocresía de cantos regionales, para un banquero la riqueza consiste estrictamente en acumular dinero. De las declaraciones de Mario Conde se deduce que Banesto no se siente en condiciones, o no da la tafia, para seguir acumulando dinero en el lejano horizonte de una Europa monetaria y cautelosamente unificada.

Waterloo es una localidad situada a 25 kilómetros al sur de Bruselas, el acuartelamiento de ese poder incipientemente político que posee la virtud de envarar y hacer fruncir el ceño a Margaret Thatcher y al presidente de uno de nuestros grandes bancos nacionales. Frente a los acontecimientos de los países del Este se hace patente que la construcción europea lleva 10 años de retraso. Era necesario, en la última reunión de Estrasburgo, salir de ese torpor. La historia sagrada me sugiere que algún día Margaret Thatcher, para sumarse a la tierra prometida, cruzará el canal de la Mancha a pie enjuto, como el pueblo judío cruzó el mar Rojo. En la práctica, para no depender de un milagro siempre aleatorio, ya está construyéndose un túnel bajo el mar. Por nuestra parte, con un banquero tan reticente, las cosas se presentan de otro modo. Esperemos que a Mario Conde le ilumine Dios en algún Sinaí.

Manuel de Lope es escritor.

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