Tribuna:

El hombre del Siglo XXI

Adam Michnik es un periodista polaco que ha sido elegido Europeo del Año 1989 por representantes de medios de comunicación europeos. Su artículo Europa ha tenido y mantiene una gran repercusión internacional. "El resultado del orden totalitario", dice, "es la violencia, el odio y la mentira, por eso nosotros -los polacos y en general los países satelizados- hemos respondido en nuestra rebelión a la violencia con el rechazo de la violencia; a la mentira, con la búsqueda de la verdad; al odio, con el retorno a los valores religiosos".Para Michnik, Andrei Sajarov y otros intelectuales que ...

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Adam Michnik es un periodista polaco que ha sido elegido Europeo del Año 1989 por representantes de medios de comunicación europeos. Su artículo Europa ha tenido y mantiene una gran repercusión internacional. "El resultado del orden totalitario", dice, "es la violencia, el odio y la mentira, por eso nosotros -los polacos y en general los países satelizados- hemos respondido en nuestra rebelión a la violencia con el rechazo de la violencia; a la mentira, con la búsqueda de la verdad; al odio, con el retorno a los valores religiosos".Para Michnik, Andrei Sajarov y otros intelectuales que sufrieron fuera de Rusia, pero en países comunistas, la persecución por la justicia son santos, porque vivir de la manera que ellos han vivido, en los campos de concentración en el destierro, en la prisión, en la clandestinidad, en la miseria, es creer en un principio primero, en unos valores absolutos, no relativos, sino eternos.

Y cuando se pregunta lo que significa esto en el contexto Polaco establece el paralelismo entre estas dos concepciones: una es la idea del Estado-nación católico, es decir, de un cierto polaco-centrismo de espíritu conservador, que él rechaza, y otra, la suya, la imagen de Polonia como la de un país impregnado del espíritu de democracia, pluralista y de tolerancia; una Polonia comprometida en la defensa de los derechos del hombre y partícipe, en común con todos los demás pueblos, de los valores universales.

Estas dos concepciones se corresponden para él con dos ideas de Dios: un Dios que tolera el odio, la mentira y la violencia, y otros Dios al cual se vuelven los polacos, el de la misericordia, el del amor que engendra la tolerancia, el de los que buscan la verdad; en otras palabras, el Dios que encarna las luchas contra la violencia. Este segundo Dios lo representa para él, sobre todo, "Juan Pablo II, el apóstol de los derechos del hombre, que ha hecho de la religión un tema relevante en un momento en el que la vida fuera de la religión había demostrado ser tan fácil como vacía".

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Esa visión del Dios bueno no tiene para él nada que ver ni con las ideologías nacionalistas ni con las utopías conservadoras, sino que recupera el espíritu de Pascal y de Simon Weil: es el Dios de los herejes y de los excomulgados. En esta dirección, Walesa, el líder polaco, es para Michnik un tradicionalista que ha hecho la revolución y que ha creado unos valores y unos modelos universales. En ese espíritu rechaza los nacionalismos que utilizan torcidamente el lenguaje cristiano, y concretamente el del líder ultraderechista francés Le Pen y su Frente Nacional.

En estos comentarios, nacidos frente a la autodestrucción y el hundimiento del marxismoleninismo, Michnik busca, indudablemente, el hombre nuevo, libre, el hombre del próximo siglo. Porque el hombre -hijo de la creación, no de la evolución- es siempre en el fondo el mismo, pero eso no quiere decir que no se pueda hablar del hombre griego, del hombre romano, del hombre medieval, del hombre del Renacimiento, del hombre de la Ilustración. Michnik busca el adjetivo, y mejor el ser, de ese nuevo hombre, el hombre del posmarxismo y también del poscapitalismo, el hombre que tiene que asumir los nuevos tiempos.

Ha habido muchos comentarios de este artículo, pero en este mismo diario y en este mismo lugar se ha producido uno del profesor de ética Fernando Savater, sorprendente en un hombre inteligente, culto y buen escritor.

Savater se confiesa un "laico impenitente", a lo que tiene perfecto derecho; es más, el cuerpo de la Iglesia católica que defiende Michnik está formado por laicos, pero para el profesor Savater estos laicos penitentes son de los que "comulgan con ruedas de molino". Dice así: "El componente de odio, mentira, violencia, nacionalismo e intolerancia no es una corrupción introducida por el totalitarismo en la religión católica; al contrario, es una corrupción aportada por la mentalidad católica a la organización total del Estado, de la que derivan los colectivismos burocráticos". Y en cuanto a Juan Pablo II, considera que no solamente no es un adalid de los derechos humanos, sino un predicador constante contra libertades elementales: aborto, divorcio, libertad sexual y, sobre todo, deísmo cristiano y fe religiosa, cosas que el laico impenitente repele.

Esta representación de la Iglesia católica como encarnación del mal en todas sus formas es tan antigua como el propio cristianismo. Al mismo Jesús, el fundador de la Iglesia, le acusaban los eticistas de entonces, es decir, los fariseos, de hacer milagros -cosa que no se podía negar-, pero hacerlos en nombre y con la fuerza del "padre de la ínentira", es decir, de Satanás, del demonio. La crítica, aun la de esta clase, es siempre buena; lo peor para el amor es la indiferencia, y la religión es amor o nada.

Pero también el profesor de ética hace la crítica del intelectualismo progresista y rebelde, afin a las aberraciones promovidas por Lenin y Stalin; y sobre todo, contra el retorno a los patemalismos religiosos autoritarios de los ex izquierdistas, que no abandonan desde hace 20 años buscar ángeles nuevos en el legado de Heidegger o de algún místico judío alemán, Savater sigue urgiendo el humanismo democrático y laico sobre la base de una reflexión ética y civil.

Y es bueno defender el humanismo democrático y laico, pero no a base de denostar a la Iglesia católica y la espiritualidad religiosa. Gorbachov, que es un socialista democrático y laico, pero inteligente, quiere decirse nada sectario, ha buscado un hueco en su inmensa tarea para pagar una visita que duró más de una hora al papa Juan Pablo II, "predicador constante contra las libertades elementales", reconociendo en ese encuentro la libertad de cultos en la que se conocía como la santa Rusia, pero donde reinaba el ateísmo constitucional y, de facto, rigurosamente sectario.

La Iglesia oriental, la primera entre las iglesias cristianas de Rusia, está reabriendo sus templos, los pocos, desacralizados, pero útiles, que quedaban, y la profunda religiosidad rusa, que se había desarrollado maravillosamente bajo la persecución, en las cárceles y en los campos de concentración, ha reencontrado su libertad.

El marxismo-leninismo era una religión con sus mártires y sus santos, y sus dogmas y cultos, y la tumba de Lenin, en la plaza Roja, era el sancta sanctórum de ese nuevo credo, porque los intelectuales progresistas a los que alude Fernando Savater eran fieles creyentes de esa nueva religión, y por eso justificaban con la futura gloria terrenal del comunismo real las inhumanas condiciones del comunismo histórico, terriblemente realísimo, del cual, sin embargo, habrá experiencias y logros que será bueno conservar.

Porque Rusia es una gran nación y una gran raza, o conjunto de ellas, capaz de grandes realizaciones, como ha demostrado -incluso a lo largo del totalitarismo marxista- en todos los campos de la cultura humana, de las ciencias y de las nuevas tecnologías no asfixiadas por el sectarismo. Si ahora encuentra, bajo la fórmula de un nuevo socialismo democrático y liberal, el equilibrio que encontró el capitalismo al socializarse, puede contribuir a levantar esa casa u hogar de Europa, una Europa que sería euroasiática, porque no hay que olvidar que lo que se llama Europa no es más que el litoral occidental de la inmensa Asia.

Si Gorbachov consigue -con los sacrificios y reestructuraciones que exige en profundidad su perestroika- que renazca la gran Rusia, eso será bueno para la URSS y para Europa; y si no lo consigue, malo para la URSS y para Europa.

A. Garrigues Díaz-Cañabate es embajador de España.

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