Tribuna:

Manifiesto andaluz

Ahora que, tras las elecciones, parece que está de nuevo en alza el andalucismo político, quiero traer a estas páginas mi pequeña objeción, que no he traído antes para que nadie fuera a pensar que hacía leña del árbol caído o que me gusta bogar a favor del viento.Somos muchos los andaluces que no creemos en Andalucía. Y no creemos en ella porque, siendo como somos fatalmente andaluces, no nos sentimos en modo alguno identificados con esa imagen tópica de: nuestra tierra que ahora empiezan a hacer suya, incomprensiblemente, muchos andaluces más o menos ilustrados.

No admitimos que Andalu...

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Ahora que, tras las elecciones, parece que está de nuevo en alza el andalucismo político, quiero traer a estas páginas mi pequeña objeción, que no he traído antes para que nadie fuera a pensar que hacía leña del árbol caído o que me gusta bogar a favor del viento.Somos muchos los andaluces que no creemos en Andalucía. Y no creemos en ella porque, siendo como somos fatalmente andaluces, no nos sentimos en modo alguno identificados con esa imagen tópica de: nuestra tierra que ahora empiezan a hacer suya, incomprensiblemente, muchos andaluces más o menos ilustrados.

No admitimos que Andalucía sea sólo, ni siquiera principalmente, toros y sevillanas, Semana Santa y ferias, romerías y juergas flamencas, ni estamos convencidos de que aquí seamos más moros o andalucíes que en Toledo o en Salamanca. Por no estar convencidos, ni siquiera nos convence la historia de Andalucía tal como se da por buena y se relata en voluminosas enciclopedias y sesudos, mamotretos. Y no nos convence porque no se subrayan en ella como es debido ciertos hechos sin duda trascendentales, mientras se pone el énfasis en otros acontecimientos históricos por completo irrelevantes para el mejor entendimiento de la Andalucía moderna y actual.

¿Que a qué nos referimos? Pues, miren ustedes, de entrada, a algo tan sencillo y palmario como lo siguiente: la Andalucía y los andaluces de hoy tienen su origen histórico, cultural y demográfico en la España medieval, y concretamente en la conquista y repoblación por Castilla en el siglo XIII del valle del Guadalquivir. Hablas de Castilla la Novísima para referirse a Andalucía no es pues, en principio, ningún disparate histórico. En cambio, embelesarse con Tartesos, con Séneca y Trajano, con Abderramán y Averroes, con el esplendor del califato o el refinamiento nazarí es una forma de mitología tan legítima como otra cualquiera, pero poco más. Hablar de nuestra milenaria antigüedad como pueblo... En fin, todos somos tan antiguos como Adán y Eva; eso es lo que yo pienso.

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Claro que también con una mitología como base puede reclamarse el derecho a la autodeterminación y puede ponerse en marcha un movimiento nacionalista y separatista que lleve a los más exaltados a echar mano de la metralleta y de la bomba con mando a distancia. La historia más reciente, la actualidad misma lo demuestran hasta la desesperación en otras regiones españolas menos escépticas y tolerantes que la nuestra.

Tampoco damos por bueno -los andaluces más o menos renuentes a lo que estas líneas pueden, a lo mejor, servir de manifiesto- que Andalucía sea la tierra de María Santísima, ni que Sevilla sea el ombligo del mundo, ni que todo lo andaluz esté o merezca estar de moda, ni que la gracia andaluza sea de no poderse aguantar. En todo esto no es ya que no creamos, sino que nos repatea que alguien pueda creer. Y los que halagan al personal y fomentan tales autocomplacencias ya empiezan a tener ala vista los resultados, para vergüenza suya y ajena. Aplaudirse los propios chistes como últimamente acostumbran a hacer algunos paisanos nuestros en un popular programa de televisión andaluza puede servir como botón de muestra. Seguramente se trata sólo de un signo de ignorancia o mimetismo paleto (a imitación de los líderes políticos, que acostumbran a devolver los aplausos al público que les aplaude), pero la imagen ha venido a resultar inesperadamente representativa de cierto narcisismo entre ingenuo y subnormal que por aquí es ya casi una tradición, y que en lugar de irse atemperando parece exacerbarse desde que tenemos televisión propia y... de cara al 92.

También nos oponemos los andaluces de que hablo -mucho más numerosos de lo que cabría suponer si se juzga por la bulla y el jaleo que arman los demás- a que Andalucía pueda identificarse con esta o aquella visión unilateral que se pretende esencial o globalizante, ni con ninguna trasnochada teoría de Andalucía del color que sea. No, Andalucía es siempre más que eso. Porque, en último término, Andalucía no es sólo lo característico, sino también y en mucha mayor medida cuantitativa y cualitativamente lo no característico.

¡Y qué perra la que cogieron algunos con las dichosas señas de identidad' ¿Qué hemos hecho nosotros? ¿Quién nos ha pedido el carné?, o ¿en qué sentido nos conviene -no hablo ya de supuestas realidades, sino de conveniencias- ser distintos para ser? Los andaluces somos, y basta. Somos exactamente como somos, y no necesitamos justificar nada ni rendir cuentas a nadie. Que no seamos muy diferentes de los castellanos del centro de España no quiere decir que necesariamente nos tengamos que dejar gobernar por ellos, si es de eso de lo que se trata.

Y luego, ya puestos a buscar diferencias, se diría que los obsesos por encontrarlas no andan sobrados de intuición, y así resulta que la palmaria de todas -el acento andaluz o habla andaluza- es la que más le avergüenza, la que tantos andalucistas de pacotilla y andaluces de tercera, como diría Antonio Machado, se empecinan en negar en la práctica. Y hago excepción, claro está, del señor Rojas Marcos, que últimamente llevó su acento y otras energías a la nueva Cámara. En cambio, los de Canal Sur siguen en sus trece de que los chistes y las chirigotas son andaluces, pero las noticias, al parecer, no. Si un andaluz quiere hacerse el gracioso, se le recomienda subrayar su acento; pero si quiere echárselas de fino, inteligente y culto, hará bien en disimularlo. La consecuencia es que el andaluz chabacano y pasota empieza a herirnos los oídos más cada día, y el castellano trabajoso o relamido de esta locutora o de aquel entrevistador nos machaca la sensibilidad el resto del tiempo. ¡Bien por Canal Sur! ¡Un gran servicio a Andalucía y al bilingüismo de los andaluces!

Y mientras tanto vuelta a darnos la tabarra con las señas de identidad y con el carácter y la gracia y el espíritu y no se qué otras esencias y eternidades, de las que ya empieza uno a estar harto como de aquella España de la unidad de destino y de por la gracia de Dios. Porque es curioso: del mismo modo que Canal Sur se reserva el habla andaluza para las cuchufletas y chascarrillos, sólo se nos habla de cultura andaluza cuando de la llamada cultura popular se trata. Por lo visto, Picasso, Falla o Juan Ramón Jiménez eran catalanes de Gerona, y, desde luego, si tiene usted la oportunidad de decir algo sobre ellos en ese mismo Canal Sur, cuídese mucho de hacerlo con acento de Madrid, aunque como esa pobre muchacha del Teledía pierda a cada dos por tres el hilo sintáctico -y hasta el aliento- con tal de conseguir una jota uvular o un par de zetas apicointerdentales.

Volviendo al tema de la identidad andaluza, el hecho de que nada profundo histórica y culturalmente separe a los andaluces de los castellanos -y bien contentos podemos estar unos y otros de que así sea- no quiere decir en modo alguno, hay que subrayarlo, que Andalucía no tenga derecho a una autonomía plena y a ocupar al sol el lugar que le corresponde. Pero el suyo -su lugar al sol de hoy y al sol de la historia- no es, no debe ser, el de un estrecho nacionalismo de segunda, sino el de su españolidad y su universalidad, el de haber sido crisol de todas las Españas y seguir siendo, quizá, la porción de nuestra península más abierta al mundo y menos regionalista, en el sentido excluyente y cercenante de la palabra.

Es más, los grandes enemigos de Andalucía y de la cultura andaluza puede que no sean hoy otros que los andalucistas y folcloristas a ultranza, esto es, los que quieren hacer de Andalucía una patria chica cada vez más cerrada y claustrofóbica, elemental y unidimensional, en lugar de una tierra fértil en cultivos y cultura, abierta y generosa, española y universal.

José María Vaz de Soto es escritor.

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