Tribuna:

Imágenes

En la portada románica de la iglesia de Santa María de Oloron, cerca del paso de Somport, el vizconde Gastón de Bearne nos da una perfecta explicación acerca de la funcionalidad de su poder. En las arquivoltas, la tradicional jerarquía de las dos esferas, la celeste, con los 24-ancianos del Apocalipsis, en torno al Agnus Dei, y la terrena, con los oficios del lugar, en torno al mal que acecha la vida de los hombres. Pero esa articulación no es estática, ya que el tímpano presenta dos escenas simétricas, una de la iglesia amenazada y otra de la iglesia triunfante, y sin duda la segunda e...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

En la portada románica de la iglesia de Santa María de Oloron, cerca del paso de Somport, el vizconde Gastón de Bearne nos da una perfecta explicación acerca de la funcionalidad de su poder. En las arquivoltas, la tradicional jerarquía de las dos esferas, la celeste, con los 24-ancianos del Apocalipsis, en torno al Agnus Dei, y la terrena, con los oficios del lugar, en torno al mal que acecha la vida de los hombres. Pero esa articulación no es estática, ya que el tímpano presenta dos escenas simétricas, una de la iglesia amenazada y otra de la iglesia triunfante, y sin duda la segunda es posible por la resolución de una lucha, nada metafísica, contra unas fuerzas del mal encarnadas por los infieles. Las dos figuras laterales marcan el dramatismo de la contraposición: a la derecha, el caballero que representa al propio Gastón, y a la izquierda, un nuevo monstruo en acción de devorar a un hombre. Los dos sarracenos en posición de vencidos, soporte de la composición anterior, precisan aún más el significado: gracias a la mediación guerrera, histórica, que encarna el cruzado Gastón, se sostiene el reino de Dios, y con él, la labor ordenada de la comunidad cristiana.Con otros protagonistas y otros recursos, este último propósito sigue vigente en la comunicación política de hoy. Especialmente en una coyuntura política como la actual, marcada por el repliegue de los distintos grupos sociales hacia la defensa de sus posiciones ya adquiridas, con la mayoría de los ciudadanos convencidos de que la ordenación actual de la sociedad es un mal menor al que conviene aferrarse, el titular del poder tiende a convertirse ante todo en mediador para la conservación de ese orden. Y, en consecuencia, la imagen más ventajosa es la de gestor de la estabilidad frente al caos, encarnado éste tanto por unas desacreditadas opciones revolucionarias como por una eventual reacción susceptible de reavivar las tensiones sociales.

Esta simple receta sirvió en Francia al presidente Mitterrand para ganar la batalla de la cohabitación: su oferta de futuro hace un año era nula, a diferencia de 1981, pero se presentaba como un agente de consolidación del orden republicano que el derechismo de Chirac, y sobre todo la sombra ultra de Le Pen, podía amenazar. Tampoco en España las cosas son muy diferentes, conforme muestra el reciente éxito de la estrategia electoral socialista al desautorizar los pactos de centroderecha. Hemos llegado a un punto en que el partido de gobierno constituye en sí mismo un polo de atracción deficiente para los electores, y la mejor prueba es la distancia cada vez mayor que le separa de los míticos 10 millones de votos de 1982, pero la desconfianza es aún mayor frente a las opciones concurrentes, de manera que la perspectiva cercana de que éstas pudieran coligarse para alcanzar el poder se convierte en la mejor baza para la duración socialista. Es una situación curiosa: la democracia avanza en la conciencia política de los españoles al tiempo que vacila la confianza en sus agentes principales, los partidos políticos.

El principal mérito del partido de gobierno consiste en haber definido una perfecta estrategia de acomodación a esta tendencia. Como el vizconde bearnés de Oloron, su papel fundamental es mantener una estabilidad definida como óptimo técnico para el conjunto de la sociedad. Después del éxito de la pasada primavera, ése será el objetivo central de la campaña, buscando, una vez más, evitar todo debate sobre el balance efectivo de lo realizado. Para empezar, ni la convocatoria como tal es dotada de un mínimo de transparencia. Fiel a su estrategia tradicional de marear la perdiz, el presidente González la anuncia de forma difusa, como una reflexión a plazo fijo que pretende resaltar su preocupación preferente por los intereses generales: ni siquiera descansa en sus vacaciones. Dada la señal, y una vez puestos, lógicamente, en marcha los demás aparatos políticos, con la degradación del discurso que en él resulta habitual, su alter ego refrendará la opción diciendo que de no convocar por anticipado el presidente se quedaría solo ante la opinión. ¿Para qué acordarse de la insistencia anterior en cumplir los cuatro años de legislatura? Ésta, por decisión, se declara ya técnicamente agotada. Así se evita el eventual sobresalto de un triunfo de Fraga en las autonómicas gallegas y, sobre todo, que los electores juzguen acerca de los logros y fracasos de una política económica anunciada como infalible y superior a cualquiera de las -europeas, pero que inesperadamente ha desembocado en una lluvia de cifras desfavorables, por lo cual hace falta un golpe de timón estabilizador, eso sí, a elecciones vencidas. Aún, ante los votantes del otoño, podrá exhibirse la cara del éxito, apoyada en el descenso del paro, y la cuenta del calentamiento de la economía se cargará sobre, las espaldas de las centrales sindicales. El renacido temor a la crisis económica puede desempeñar el papel requerido de monstruos y sarracenos en la portada de Gastón de Bearne: gracias a su presencia, la continuidad del poder aparece como más necesaria para todos.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

No hay duda de que nuestra televisión ha de encargarse de recordárnoslo día a día. Ya a lo largo del verano hemos visto cómo tras las muertes del fin de semana se evoca el excelente control y las grandes inversiones en señalización viaria, los ahogados son pretexto para mostrar las excelencias de los servicios de asistencia marítima, y los incendios forestales -aquí la coincidencia en el tiempo con la visión de una noticia similar dada por Antenne 2 en Francia ofrecía un contraste espectacular- permiten explicar que España está a la cabeza de Europa en los medios de extinción. Ministros y autoridades pasearán sus rostros sonrientes como melómanos y amantes de la naturaleza, en tanto que la eficacia de la tutela queda probada en la prohibición de los tentetiesos. Igual que ocurriera con la sombra impuesta a los fraudes alimentarios, o a las responsabilidades sobre el punto alcanzado en la peste equina, no cabe esperar discursos alternativos de aquí a las elecciones. No habrá debate alguno -sin falsear, entendámonos- sobre los puntos de fracaso en la política económica, la distribución efectiva de la carga fiscal, el papel del capitalismo especulativo en la situación actual, la corrupción y el clientelismo, que van cobrando carta de naturaleza en las relaciones políticas. Con la gestión de Solana, por usar un fácil juego de palabras, se acabó el derecho a discrepar. No pasará al muestrario de comportamientos democráticos, pero sí intervendrá como pieza clave en que se consolide la actual estrategia de autoperpetuación en el Gobierno. En un marco tan cómodo, nuestro partido nacional se permite el lujo de emitir dos discursos bien distantes entre sí: el neoliberal, desde los gestores económicos, y el neokeynesiano, estrictamente ideológico, a cargo de sus propagandistas, a fin de conservar la imagen de única izquierda posible. Toda baza es buena si el poder se mantiene. Y se mantendrá.

A esta perspectiva contribuye sin duda alguna la debilidad de unos oponentes en gran medida encerrados en sí mismos, ensimismados, por usar el viejo término de Ortega. Los conservadores, tras el fracaso de su intento de romper puentes con el pasado, siguen sin lograr más que de modo ocasional la definición de una política de derechas que no sea simplemente regresiva. Además, para una vez que alcanzaron esa meta, en el famoso discurso de Herrero de Miñón, el principal efecto consistió en proporcionar un balón de oxígeno al Gobierno en su lucha contra los sindicatos. El centro se mantiene enclaustrado en una opción personal cuyo juego de ambivalencias se ha revelado como escasamente rentable. Y, curiosamente, la izquierda tampoco acaba de fijar su camino, a pesar de la inmensidad del espacio abierto por la política gubernamental. El ensimismamiento alcanza aquí las mayores cotas al negarse a reconocer que la imagen histórica, basada en el comunismo, sin abordar el análisis en profundidad de cuanto está ocurriendo en el mundo, sirve al máximo pata hacer más denso un pequeño gueto radical, políticamente irrelevante (salvo, paradójicamente, para apuntalar, si los números lo requieren, una Administración socialista en dificultades). El proyecto de una agrupación más amplia de fuerzas permanece en embrión, y ninguna prueba mejor de la persistencia de viejos clichés que la reiterada desautorización de la socialdemocracia, saltando por encima del 14 de diciembre y de la propia composición formal de su coalición. También aquí, como entre los socialistas, se da un doble discurso, si bien la opción entre uno y otro parece imprescindible. Una vía es la fidelidad al pasado, la estimación de la crisis del socialismo real como catharsis de que sería incapaz la socialdemocracia (humorada que expresó en este mismo diario el principal responsable comunista), y otra es reconocer que tales juegos malabares, entre el PCI y los principios, entre la alternativa formal y los comportamientos pragmáticos, llevan sólo a un callejón sin salida. Hoy, la euroizquierda supone un proyecto reformador, realista, capaz de asumir y explicar el fracaso histórico de la construcción del socialismo en el Este. Y de pensar el futuro en consecuencia. Mientras esta orientación no se adopte con claridad, el socialismo neoliberal puede ver las cosas con tranquilidad.

De entrada, sus adversarios políticos habrán de reconocer que la coherencia en la propia imagen constituye una precondición para afirmarse en la democracia. Y en el caso español, por añadidura, una exigencia para que no se ahonde la degradación de nuestro joven sistema político.

Archivado En