Tribuna:

Soborno y delito

Recientemente se han denunciado ante la opinión pública e incluso en el juzgado ofrecimientos a parlamentarios de dinero -al parecer, cifrados en la suma de 100 millones de pesetas- para que, en votaciones importantes, se pronuncien de manera distinta de la que, en otro caso, y por su grupo político, cabía prever y esperar de ellos.Estos acontecimientos se produjeron en el inicio de una campaña electoral. Todo ello genera una desconfianza generalizada en los políticos actuales, en cuanto la bruma del soborno nubla la imagen pública de todos y de su función, sean presuntos sobornables o sean in...

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Recientemente se han denunciado ante la opinión pública e incluso en el juzgado ofrecimientos a parlamentarios de dinero -al parecer, cifrados en la suma de 100 millones de pesetas- para que, en votaciones importantes, se pronuncien de manera distinta de la que, en otro caso, y por su grupo político, cabía prever y esperar de ellos.Estos acontecimientos se produjeron en el inicio de una campaña electoral. Todo ello genera una desconfianza generalizada en los políticos actuales, en cuanto la bruma del soborno nubla la imagen pública de todos y de su función, sean presuntos sobornables o sean insobornables.

Pasados unos días, centrados los debates políticos en los temas que les son propios y específicos, y desde la serenidad que con ello vuelve al conflicto de los sobornos, no para olvidarlo, sino para acotarlo, son oportunas algunas reflexiones de jurista-ciudadano, siempre a partir del absoluto y sincero respeto a todas las personas que se han visto relacionadas con los incidentes de los presuntos sobornos y de la presunción de inocencia de todos.

Para evitar el efecto indeseable de salpicar con la sospecha del soborno a la razonablemente mayoría abrumadora de los insobornables, y a la credibilidad democrática de la acción política, algunos caen en la tentación de recetar el remedio del silencio, la ocultación. Pero el rechazo social recae sobre la inmoralidad en la política y no sobre la noticia pública de esa inmoralidad.

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Esta perspectiva dio base al razonamiento jurídico del Tribunal Supremo en varias ocasiones, de las que tuvo celebridad una, derivada del proceso iniciado a raíz de la afirmación de que "la justicia es un cachondeo". El Tribunal Supremo afirmó que "la libertad de expresión y de información, dentro de la cual se contiene el derecho de recibirla, de la que es destinatario el pueblo, constituye uno de los ejes del pluralismo político y uno de los fundamentos esenciales de la convivencia democrática": por esta razón, argumenta, el conflicto ante este derecho constitucional y la respetabilidad de las instituciones se debe resolver a favor de aquél. Por esta razón absolvió al autor de aquella frase adjetivadora de la justicia. Por la misma razón es justo y necesario que la opinión pública conozca las noticias de los presuntos sobornos, y no cabe pretender ocultarlos para preservar la respetabilidad o credibilidad de los Parlamentos.

Un segundo modo, más sutil, de desdibujar las responsabilidades que merecen los implicados en sobornos a parlamentarios consiste en reconocer lo inmoral de la conducta para, a continuación, lamentar la laguna legal.

La base de este argumento es que el Código Penal, al describir la conducta de cohecho, que es la correspondiente a los sobornos, habla de "funcionario público", y por tanto no habla de parlamentarios, con lo que los sobornos relacionados con éstos serían, aunque rechazables, impunes. Se cierra el argumento afirmando que si se quiere castigar semejantes conductas será necesaria una reforma del Código Penal, que sería eficaz para los sobornos del futuro, nunca de los ya ocurridos, porque las normas sancionadoras son irretroactivas constitucionalmente, es decir, no pueden castigar hechos ocurridos antes de su constancia en el texto legal Este argumento es erróneo.

El Tribunal Supremo ha venido diciendo desde tiempo inmemorial que, a efectos penales, el concepto de "funcionario público" no se determina por la relación jurídica ante el funcionario y los organismos públicos, sea laboral, administrativa, política o de hecho, sino por la relación ante el servidor público y la función o servicio que debe prestar a la sociedad. Ello es así porque el Código Penal describe al funcionario público como el que "por disposición inmediata de la ley, por elección o por nombramiento de la autoridad participa del ejercicio de funciones públicas".

Estas funciones públicas, a efectos penales, se han descrito por el Tribunal Supremo con un criterio amplio y ético, como "participación en actividades de un órgano del Estado, y como actividad o servicio de interés general, público, encaminada al bien común, de trascendencia colectiva, o carácter social".

Desde este punto de vista, los parlamentarios ejercen una evidente función pública y son, a efectos personales, funcionarios públicos.

Así lo entendió también el Tribunal Constitucional en el recurso de amparo (sentencia 5/ 85) interpuesto por un senador, condenado por injurias al Gobierno, que estimaba se había quebrantado su inmunidad. El Tribunal Constitucional afirmó que "las prerrogativas parlamentarias están conectadas a la función de senador". Y por ello analizó las características de esta función.

El Tribunal Constitucional señala que cuando el artículo 71.1 de la Constitución ampara el ejercicio de las "funciones" del parlamentario, como protección de la freedom of speech, está dando cobertura al sujeto portador del órgano parlamentario, cuya autonomía es la protegida a través de esta garantía individual.

Por tanto, una primera precisión de la función del parlamentario es la de la actuación en el seno del órgano que, por elección, integra.

A continuación, la misma sentencia del Tribunal Constitucional distingue entre "la libre discusión y decisión parlamentarias" y "Ios gastos realizados por el parlamentario en calidad de ciudadano o de político, incluso". Y concluye que "las funciones relevantes para el artículo 71.1 de la Constitución española no son indiferenciadamente todas las realizadas por quien sea parlamentario, sino aquellas imputables a quien, siéndolo, actúa jurídicamente como tal".

Por tanto, un segunda precisión de la función de parlamentario es la de actuar jurídicamente en la discusión y decisión del órgano que integra. Evidentemente, su emisión de voto es, por tanto, función de contenido social y de "interés general encaminada al bien común, de trascendencia colectiva", subsumible en el concepto penal de función pública.

En consecuencia, aquel argumento de que lamentablemente el soborno de parlamentarios no es punible porque sólo está penado el cohecho de los simples funcionarios, es un argumento erróneo, generador de confusión, y justificador de la impunidad de los sobornos cometidos hasta ahora.

Otra cosa es la levedad de las penas. A los funcionarios se les castiga con la inhabilitación si solicitan o aceptan el soborno. Pero las otras penas que se prevén en el Código, y las que cabe imponer a los particulares sobornantes, son parcas multas y otras sanciones formales en absoluto disuasorias. Ello deriva de un tratamiento del control penal de la función pública tan preocupantemente benévolo, en líneas generales, como severo a la hora de proteger el ejercicio del poder y sus protagonistas, como se ha visto en la cómica agresión a un ex ministro, que por ello convendría revisarlo en su totalidad.

Pero, hoy por hoy, son dos caras de una misma moneda el reconocimiento social de los políticos insobornables y el reproche social de los presuntos sobornos. Y éstos, aunque levemente penados, están previstos como conducta criminal en nuestro Código, y merecen ser desvelados ante la opinión pública, precisados y juzgados ante los tribunales, y, sin son ciertos, condenados públicamente.

José María Mena Álvarez es fiscal del Tribunal Superior de Cataluña y profesor de Derecho Penal de la facultad de Derecho de Barcelona.

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