Tribuna:

La sociedad cerrada y el 'mundo tercero'

En el principio de la historia humana no fue el individuo, sino la tribu, la sociedad cerrada. El individuo soberano, emancipado de ese todo gregario celosamente cerrado sobre sí mismo para defenderse del animal, del rayo, de los espíritus malignos, de los miedos innumerables del mundo primitivo, es una creación tardía de la humanidad. Se delinea con la aparición del espíritu crítico -el descubrimiento de que la vida, el mundo, son problemas que pueden y deben ser resueltos por el hombre-, es decir, con el desarrollo de la racionalidad y el derecho de ejercerla independientemente de las autori...

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En el principio de la historia humana no fue el individuo, sino la tribu, la sociedad cerrada. El individuo soberano, emancipado de ese todo gregario celosamente cerrado sobre sí mismo para defenderse del animal, del rayo, de los espíritus malignos, de los miedos innumerables del mundo primitivo, es una creación tardía de la humanidad. Se delinea con la aparición del espíritu crítico -el descubrimiento de que la vida, el mundo, son problemas que pueden y deben ser resueltos por el hombre-, es decir, con el desarrollo de la racionalidad y el derecho de ejercerla independientemente de las autoridades religiosas y políticas.La teoría de Karl Popper según la cual este momento fronterizo de la civilización -el paso de la sociedad cerrada a la sociedad abierta- se inicia en Grecia con los presocráticos -Tales, Anaximandro, Anaxímenes- y alcanza con Sócrates el impulso decisivo, ha sido objeto de interminables controversias. Pero, fechas y nombres aparte, lo sustancial de su tesis sigue allí: en algún momento, por accidente o a resultas de un complejo proceso, para ciertos hombres el saber dejó de ser mágico y supersticioso, un cuerpo de creencias sagradas protegidas por el tabú, y apareció el espíritu crítico, que sometía las verdades religiosas -las únicas vigentes hasta entonces- al escalpelo del análisis racional y al cotejo con la experiencia práctica. De este tránsito resultaría un prodigioso desarrollo de la ciencia, las artes y las técnicas, de la creatividad humana en general, y, asimismo, el nacimiento del individuo singular, descolectivizado, y los fundamentos de una cultura de la libertad. Para su bien o para su mal -pues no hay manera de probar que esta mudanza haya traído la felicidad a los hombres- la destribalización de la vida intelectual cobraría desde entonces un ritmo acelerado y catapultaría a ciertas sociedades hacia un desarrollo sistemático, en todos los dominios. La inauguración de una era de racionalidad y de espíritu crítico -de verdades científicas- en la historia significó que a partir de ese momento no fue el primero ni el segundo, sino el mundo tercero el que pasó a tener una influencia determinante en el acontecer social.

Dentro de la casi infinita serie de nomenclaturas y clasificaciones que han propuesto los locos y los sabios para describir la realidad, la de Karl Popper es la más transparente: el mundo primero es el de las cosas u objetos materiales; el segundo, el subjetivo y privado de las mentes, y el tercero, el de los productos del espíritu. La diferencia entre el segundo y el tercero radica en que aquél se compone de toda la subjetividad privada de cada individuo, las ideas, imágenes, sensaciones o sentimientos intransferibles de cada cual, en tanto que los productos del mundo tercero, aunque nacidos de la subjetividad individual, han pasado a ser públicos: las teorías científicas, las instituciones jurídicas, los principios éticos, los personajes de las novelas, el arte y, en suma, todo el acervo cultural.

No es descabellado suponer que en el estadio más primitivo de la civilización es el mundo primero el que regula la existencia. Ésta se organiza en función de la fuerza bruta o los rigores de la naturaleza -el rayo, la sequía, las garras del león-, ante los cuales el hombre es impotente. En la sociedad tribal, la del animismo y la magia, la frontera entre los mundos segundo y tercero es muy tenue y se evapora continuamente, pues el jefe o autoridad religiosa (casi siempre la misma persona) hace prevalecer su subjetividad, ante la cual sus súbditos abdican de la suya. De otro lado, el mundo tercero permanece casi estático; la vida de la tribu transcurre dentro de una estricta rutina, de reglas y creencias que velan por la permanencia y la repetición de lo existente. Su rasgo principal es el horror al cambio. Toda innovación es percibida como amenaza y anuncio de la invasión de esas fuerzas exteriores de las que sólo puede venir el aniquilamiento, la disolución en el caos de esa placenta social a la que el individuo vive asido, con todo su miedo y desamparo, en busca de seguridad. El individuo es, dentro de esa colmena, irresponsable y esclavo, una pieza que se sabe irreparablemente unida a otras, en la máquina social que le preserva la existencia y lo defiende contra el ejército de enemigos y peligros que lo acechan fuera de esa ciudadela erizada de prescripciones reguladoras de todos sus actos y sus sueños: la vida tribal.

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El nacimiento del espíritu crítico resquebraja los muros de la sociedad cerrada y expone al hombre a una experiencia desconocida: la responsabilidad individual. Su condición ya no será la del súbdito sumiso, que acata sin cuestionar todo el complejo sistema de prohibiciones y mandatos que norman la vida social, sino el ciudadano que juzga y analiza por sí mismo, y eventualmente se rebela contra lo que le parece absurdo, falso o abusivo. La libertad, hija y madre de la racionalidad y del espíritu crítico, pone sobre los hombros del ser humano una pesada carga: tener que decidir por sí mismo qué le conviene y qué le perjudica, cómo hacer frente a los innumerables retos de la existencia, si la sociedad funciona como debería ser o si es preciso cambiarla. Se trata de un fardo demasiado pesado para muchos hombres. Y por eso, dice Popper, al mismo tiempo que despuntaba la sociedad abierta -en la que la razón reemplazó a la irracionalidad, el individuo pasó a ser protagonista de la historia y la libertad comenzó a sustituir a la esclavitud de antaño- nacía también un empeño contrario, para impedirla y negarla, y para resucitar o conservar aquella vieja sociedad tribal donde el hombre, abeja dentro de la colmena, se halla exonerado de tomar decisiones individuales, de enfrentarse a lo desconocido, de tener que resolver por su cuenta y riesgo los infinitos problemas de un universo emancipado de los dioses y demonios de la idolatría y la magia y trocado en permanente desafío a la razón de los individuos soberanos.

Desde aquel misterioso momento, la humanidad cambió de rumbo. El mundo tercero empezó a prosperar y a multiplicarse con los productos de una energía creativa espiritual desembarazada de frenos y censuras y a ejercer cada vez más influencia sobre los mundos primero y segundo, es decir, sobre la naturaleza, la vida social y los individuos particulares. Las ideas, las verdades científicas, la racionalidad, fueron haciendo retroceder -no sin reveses, deteni-

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