Tribuna:

Santa

La semana es santa, y cada cual la santifica según su afición. Quien puede se marcha en busca de mejores vientos, y quien no, se queda a disfrutar de la ciudad vacía. Unas sensaciones desconocidas hace décadas, porque entonces no se marchaba nadie. Además, la semana era mucho más santa que ahora. Lo ordenaba Franco y lo decía la radio en el diario hablado: "¡España celebra con fervoroso recogimiento la festividad del Jueves Santo!".Fervor y recogimiento consistían en visitar altares, ir a las procesiones o, como último recurso, meterse en el cine. La verdad es que había poco donde elegir. Los ...

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La semana es santa, y cada cual la santifica según su afición. Quien puede se marcha en busca de mejores vientos, y quien no, se queda a disfrutar de la ciudad vacía. Unas sensaciones desconocidas hace décadas, porque entonces no se marchaba nadie. Además, la semana era mucho más santa que ahora. Lo ordenaba Franco y lo decía la radio en el diario hablado: "¡España celebra con fervoroso recogimiento la festividad del Jueves Santo!".Fervor y recogimiento consistían en visitar altares, ir a las procesiones o, como último recurso, meterse en el cine. La verdad es que había poco donde elegir. Los cines sólo ponían películas sobre la Pasión, que apenas interesaban, pues se sabía quién era el malo y los protagonistas no se casaban al final.

A las parejitas les daba igual: iban a meterse mano. Como la dictadura tenía prohibido meterse mano, recurrían a la oscuridad del cine. No sin riesgos, porque abundaban los carcas bordes, siempre dispuestos a reprimir el mal. Estaba en pantalla Jesús con la cruz a cuestas, cuando se levantaba enfurecido uno de esos inquisidores y gritaba a la parejita de delante: "¡Basta ya de sobeteo, sacrílegos!".

La demagogia del régimen, en complicidad con un clero que anatematizaba a la parroquia, creó una moral aberrante y se confundía todo, el cine con la misa, la discordancia con el pecado, el procomún con la milicia, la velocidad con el tocino. En las procesiones, el pueblo caía de hinojos santiguándose con unción al paso de los santos, y al de la Guardia Civil, que daba escolta a algunas cofradías, también.

Lo único que importaba a la dictadura era tener a la gente metida en vereda, para lo cual utilizaba el miedo físico, el psíquico e incluso el místico. Tener metida a la gente en vereda es la gran aspiración de cualquier poder. Al poder le da igual semana santa o laica, gloria patri o pitos flautos, minifalda o faralá, chismorreo o gaya ciencia. La cuestión es convertir en opinión pública lo que de ahí le convenga, y, ya todos los ciudadanos pensando lo mismo, se les maneja superior.

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