Tribuna:POR LA RUTA DEL SOCIALISMO REAL

Budapest, un hervidero

Hubo un momento en el viaje de ida a la ciudad de Budapest, sobrevolando el que fue territorio austrohúngaro, en que el espectáculo de la luz que se apaga en el crepúsculo me sobrecogió. Allá adelante, en dirección al Este, la última hora de la tarde se convirtió de pronto en una masa de sombrío azul sin límites ni dimensiones: una oscuridad hacia la que se dirigía nuestro pequeño avión y tras la que no se adivinaba más que una mayor oscuridad.Meditaba sobre el camino por el que el ancestral temor al Este de la Cristiandad occidental se había introducido en mi ánimo de aquel modo, cuando me pa...

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Hubo un momento en el viaje de ida a la ciudad de Budapest, sobrevolando el que fue territorio austrohúngaro, en que el espectáculo de la luz que se apaga en el crepúsculo me sobrecogió. Allá adelante, en dirección al Este, la última hora de la tarde se convirtió de pronto en una masa de sombrío azul sin límites ni dimensiones: una oscuridad hacia la que se dirigía nuestro pequeño avión y tras la que no se adivinaba más que una mayor oscuridad.Meditaba sobre el camino por el que el ancestral temor al Este de la Cristiandad occidental se había introducido en mi ánimo de aquel modo, cuando me pareció vislumbrar allá abajo la silueta de un fuego, un incendio quizá, que no conseguía situar al carecer de referencias dimensionales; hasta que, al asomar ya la mitad de su volumen, comprendí que esa forma que se engrandecía adquiriendo un encendido color anaranjado poco a poco matizado de ocre era la luna, aparecida de pronto. Un par de días más tarde reconocería aquel hermoso color ocre anaranjado en los muros de las casas e iglesias húngaras del siglo XVIII.

Lo cierto es que en aquellos momentos casi me sentí culpable de haber percibido el temblor de una frontera entre dos mundos, como debieron sentirse quienes se atrevieran a adentrarse en el territorio de los hiperbóreos en busca del castillo en espiral. Después entramos en la niebla y tomamos tierra en un aeropuerto tan nevado y fantasmal como nos parecen siempre a la gente de los países mediterráneos los lugares del Norte.

Al día siguiente, por la mañana temprano, descorrí las cortinas en busca del Danubio al que debía dar mi ventana y por cuya ubicación me había felicitado un atento botones en correcto castellano: nada. Ante mí tenía uno de los historiados bastiones del barrio del Castillo y detrás sólo había una especie de ciclorama blanco de cielo a tierra; todo estaba nevado y me sentí ante un decorado de ópera magnífico y vacío. No era un sentimiento de desolación sino de pérdida el que se adueñó de mí, así que me aventuré en seguida entre la nieve y la niebla, dispuesto a descender desde Buda hasta el río: si daba con él, tomaría el eje de la ciudad; mientras tanto, la sensación de ajenidad permanecía; la vida debía estar en algún lugar detrás de aquel ciclorama blanco.

Lugar de encuentro

Recuerdo el extremado frío en la plaza Kossuth. Cien años atrás, el edificio neogótico que tenía ante mí, el Parlamento, fue construido para conmemorar el milenario de Hungría; 30 años atrás, desde los edificios circundantes se tiroteó a los patriotas húngaros en la revuelta de 1956; hoy, la dinámica de las transformaciones que estamos viviendo convierte ese edificio neogótico en el lugar en que convergen las miradas de todos los ciudadanos. Esa mañana el lugar estaba casi desierto, el frío me hacía tiritar y el Danubio, aunque uno se llegara hasta la orilla, permanecía oculto tras la niebla; sólo la amplitud de la plaza -más tarde descubriría que Budapest es una ciudad baja y de espacios abiertos- concedía sensación de profundidad a un primer encuentro con la ciudad plano, acerado y sin perspectiva. En la opresión que el frío y la niebla nos causaba, me conmovió un estremecimiento involuntario al recordar la desolación, el miedo y la angustia que debieron sentir los húngaros ante las descargas de fusilería contra la multitud en el año 1956. Entonces recordé una frase de uno de los espíritus más audaces y atormentados de la Hungría moderna, Szechenyi, refiriéndose -en otras circunstancias, claro está- a su gran rival Kossuth, cuya plaza pisábamos, con estas palabras: "Veo el nombre de Kossuth, en la historia que se escribirá, en un mar de sangre". Cuán lejos estaría de suponer el lugar en que la historia se ocupó de recordarlas. Y también me vinieron a la memoria, con profunda vergüenza, las hipotéticas declaraciones atribuidas a patriotas húngaros que yo leí en la Prensa española de la época y en la que venía a decirse algo así como que la última esperanza de ayuda internacional de los húngaros había sido siempre España; a veces olvidamos hasta qué punto la Prensa instrumenta la inhumanidad bajo las necesidades autocomplacientes de una tiranía.

Seguimos caminando por Pest a lo largo del paseo Szechenyi, que discurre entre el río y una hilera de edificios neoclásicos. En realidad, Pest es una ciudad edificada en el siglo XIX y especialmente en la exaltación del milenario en torno a 1886. Desde los bulevares, concebidos al modo que lo hizo para París el barón Haussman, hasta el estilo renacentista del teatro de la ópera, caben todos los estilos pero todos son neos, con lo que Pest parece una belleza antigua muy bien conservada, como el sueño -con un toque de pastiche- del auge y el esplendor de una burguesía que quiso levantar su propio monumento con, quizá, un reflejo de Viena al fondo y un deseo fundamental de afirmación fuertemente europeo. Porque Budapest es una ciudad inserta en la tradición de Centroeuropa.

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Si el paseante se acerca hasta la plaza de los Héroes y contempla el anfiteatro de los líderes y reyes verá, sin embargo, la impresionante conjunción de los siglos en aquel espacio abierto en cuyo centro se reúnen las estatuas ecuestres de los jefes de las tribus fundadoras. Poco a poco, encontrando lugares y estatuas -los húngaros aman sus estatuas conmemorativas-, oyendo hablar con pasión de unos u otros lugares del país, también leyendo acerca de Hungría, la primera idea que viene a la cabeza es la de nacionalismo; la segunda, al cabo de algunas reflexiones, es que ese nacionalismo tiene muy poco de cerrazón, de caminos y puertas selladas, de aislacionismo premeditado. La verdad es que no recuerdo haber captado en parte alguna una vivencia tan pareja de nacionalismo y antiaislacionismo. La historia de Hungría es una historia de destrucción y resurgimiento, de disgregación y recuperación; lo es también de frontera: allí se detuvieron los mongoles en el siglo XIII y el Imperio Otomano en el XVI, los dos grandes temores de la Cristiandad. ¿Qué hace que en este pueblo el nacionalismo parezca un árbol de muchas raíces en lugar de un poste enhiesto y hostil hincado en tierra?

Propiedad privada

Como dije, el frío era extremo, el paseo solitario, el cielo estaba encima de nuestras cabezas y carecíamos de perspectiva gracias a la niebla; sólo la curiosidad superaba la hostilidad del día y lo desapacible del ambiente; mi acompañante mostraba su desesperación por el hecho de que encontrase Hungría bajo estas condiciones climatológicas, que apenas duran dos meses escasos habitualmente. Entonces doblamos una esquina para tornar la calle Vaci y la perspectiva cobró vida: una multitud de gente trajinaba animadamente de arriba abajo sin importarle el frío; era como encontrar el poderoso caudal de un largo río tras atravesar un mundo helado.

La calle Vaci es el eje en torno al que se articula la zona peatonal y comercial de Pest, y es un lugar de encuentro no único, pero sí general de la gente de Budapest y de los turistas. Es una zona animadísima y netamente europea. Recorrimos la calle hasta la plaza de Vörösmarty, donde varios músicos y mimos actuaban para el público al aire libre, y nos dejamos caer, alegres, exhaustos y helados, en una mesita de la pastelería Gerbeaud, un símbolo de los muchos cafés en que los húngaros hacen un alto en el camino y toman un pastel y un café vienés. En la zona peatonal se puede encontrar de todo. El 90% de las tiendas son de propiedad privada, lo que no deja de desconcertar al viajero que se interna en el otro lado del telón de acero con la idea de que sus escaparates son equivalentes a los españoles de los primeros años cincuenta. Al menos en Budapest, nada está más lejos de esa imagen. Hungría es hoy la envidia del resto de los países que sirven de colchón a la URSS. Hay una línea formada por Estonia, Letonia, Lituania, Polonia, Checoslovaquia y los Balcanes habitada por pueblos tradicionalmente cultos, desarrollados y de concepción occidental. Desde esa línea hacia el Este se extiende el reino de los ortodoxos, de mentalidad jerarquizada y rígida. Esta línea que distingue entre Oriente y Occidente, a fin de cuentas, está trazada por el cisma entre cristianos y ortodoxos. Hungría es hoy la reina de esa línea.

En la zona peatonal hay mujeres polacas vendiendo pieles de zorro en la calle o mujeres transilvanas ofreciendo sus productos artesanales; hay patios interiores de casas cuyos bajos son tiendas, como en alguno de los edificios de¡ Rastro; las tiendas y mercados se encuentran bastante bien surtidos y los turistas buscan el delicioso salami (que es húngaro y no italiano, como todos creíamos), el foei o la paprika. El viajero que recorre la zona peatonal, o el pequeño y el gran Bulevar, o se llega hasta la Korona Kodaly haciendo quizá un alto en el café de Ferenc Molnar, el Hungaria -cuyo barroquismo modernista es digno de ser admirado por excedido y encantador a la vez, con esos perfiles de oro sobre los marrones que hacen. el mismo efecto del albayalde sobre el gris-, pensará que nada perturba en Budapest una vida de orden, felicidad y satisfacción. Y, sin embargo, Budapest, como Hungría, es un hervidero.

La verdad es que no recuerdo haber captado en parte alguna una vivencia tan pareja de nacionalismo y antiaislacionismo. La historia de Hungría es una historia de destruccióin y resurgimiento.

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