Editorial:

Tres tristes treguas

EL ESCEPTICISMO con que las fuerzas políticas han acogido el último comunicado de ETA -en el que se ofrece una tregua unilateral de 15 días- está más que justificado. Primero, porque los partidos democráticos y la opinión pública se han sentido estafados cada vez que la banda ha intentado recobrar protagonismo con ofertas de este género -tres en un año- que luego se han demostrado vacías. Segundo, porque, como ha indicado el vicelehendakari, la oferta misma implica la amenaza de volver a matar, o intentar hacerlo, el decimosexto día. Tal vez invocando de nuevo la "nula voluntad de atend...

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EL ESCEPTICISMO con que las fuerzas políticas han acogido el último comunicado de ETA -en el que se ofrece una tregua unilateral de 15 días- está más que justificado. Primero, porque los partidos democráticos y la opinión pública se han sentido estafados cada vez que la banda ha intentado recobrar protagonismo con ofertas de este género -tres en un año- que luego se han demostrado vacías. Segundo, porque, como ha indicado el vicelehendakari, la oferta misma implica la amenaza de volver a matar, o intentar hacerlo, el decimosexto día. Tal vez invocando de nuevo la "nula voluntad de atender a razones" que ETA deduce de la negativa de la mayoría a plegarse a las exigencias de la minoría violenta.Esta lógica sigue presente en el comunicado del domingo, como lo ha estado en otros pronunciamientos recientes de los terroristas y sus portavoces civíles. A saber: que lo único negociable son "los, ritmos de aplicación de la alternativa KAS", y que esa aplicación implica que todos los españoles acepten las reformas constitucionales que, ETA determine y que los vascos se avengan a admitir un estatuto de autonomía que sea del gusto de los terroristas. Por lo demás, como acaba de recordar Arzalluz, resulta descorazonador comprobar que ETA sigue planteando la tregua como mera maniobra táctica, sin implicar la renuncia a la lucha armada, sino sólo su suspensión temporal hasta la fase siguiente del proceso.

Con todo, es posible que esta teorización sea "una especie de exégesis para ir salvando lo que han dicho sin que parezca una bajada de pantalones, y que la práctica la lleven por otro lado", como también ha indicado el presidente del PNV. Es posible, pero no probable, por el momento: reforzada por los millones de Revilla y la bobalicona admiración que suscita en sectores propensos al impresionismo, ETA no ha interiorizado todavía su derrota política. Así se deduce, por ejemplo, de su afirmación de que la pugna está condenada a un empate indefinido entre el Estado y ETA porque ninguna de las partes es capaz de derrotar a la otra. Esto no es cierto. El Estado democrático no sólo ha resistido el desafío terrorista, sino que, contra lo que fue la principal pretensión de ETA a comienzos de la década, ha conseguido conjurar el riesgo del golpismo. Naturalmente, ETA puede seguir matando y destruyendo, pero ello no significa que pueda, con sus acciones, determinar la vida política, desestabilizar el sistema o forzar al Gobierno a adoptar decisiones no queridas por la mayoría de la población.

En esta derrota ha sido decisivo el papel de los partidos nacionalistas democráticos, sin que este juicio deba ser puesto en cuestión por las inexplicables vacilaciones del partido de Garaikoetxea. Pero resulta sorprendente que, precisamente cuando los nacionalistas vascos inician su apertura, sectores de la opinión española que en absoluto cabe considerar próximos a los planteamientos del abertzalismo radical se empeñen, por atolondramiento o frivolidad, en enmendarles la plana mediante afirmaciones como que el problema vasco no se solucionará mientras no se les conceda la autodeterminación, que Euskadi rechazó la Constitución, que las reivindicaciones de ETA son apoyadas por la mayoría de la población vasca, etcétera. Tales argumentos apenas tienen efecto sobre el conjunto de la ciudadanía española, pero producen un enorme desconcierto en las filas del nacionalismo vasco democrático, que se ve así desautorizado por quienes cabría considerar favorables al giro de esa corriente hacia la integración de la reivindicación vasquista en la normalidad constitucional. De ese desconcierto se viene aprovechando ETA para sembrar la confusión mediante el reproche de que "hasta los españoles, nuestros comunes enemigos, están dispuestos a ir más lejos que vosotros". Y de esa confusión extrae ETA el convencimiento de que su derrota política no es definitiva.

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Si, pese a todo, el que la tregua se plantee ahora sin exigencias previas fuera indicativo de que se abre paso el convencimiento de que la única negociación posible es aquella que afecte exclusivamente a la situación personal de los activistas -su reinserción en la sociedad-, ETA no puede tenerlo más fácil: basta con que, lo diga o no en un papel, deje de matar de manera indefinida. Entonces será la misma sociedad vasca que ahora se muestra escéptica la que exija al Gobierno que envíe emisarios a Argel.

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