Tribuna:

Como la copa de un pino

I. He firmado en favor de los huelguistas y he asistido a la huelga, porque desde un primer momento se vio que excedía lo laboral y desbordaba en huelga política: de huelga puntual, como dicen los políticos, se transfiguraba virtualmente en global, como gusta decir el propio presidente. No sabría evaluar económicamente la espoleta laboral en cuanto al Plan de Empleo Juvenil, pero a ojos de un profano el caso presentaba una imagen tan fea como si los puestos de trabajo hubiesen sido viviendas no rentables de propiedad del empresariado y el Gobierno se ofreciese a reembo...

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I. He firmado en favor de los huelguistas y he asistido a la huelga, porque desde un primer momento se vio que excedía lo laboral y desbordaba en huelga política: de huelga puntual, como dicen los políticos, se transfiguraba virtualmente en global, como gusta decir el propio presidente. No sabría evaluar económicamente la espoleta laboral en cuanto al Plan de Empleo Juvenil, pero a ojos de un profano el caso presentaba una imagen tan fea como si los puestos de trabajo hubiesen sido viviendas no rentables de propiedad del empresariado y el Gobierno se ofreciese a reembolsar a éste el plus de diferencia necesario para dar rentabilidad al alquiler transitorio de esas viviendas (o puestos de trabajo) en beneficio de jóvenes necesitados. Acepto que esta última impresión pueda ser inepta, falsa y tonta; donde no lo aceptaría ya tan fácilmente es en la aseveración, bastante más vaga, de que cuanto mayor sea la ciega obsesión por el crecimiento, tal como hoy se concibe, menor será la coincidencia de lo que un triste día se llamó la riqueza de las naciones con el bienestar y la prosperidad de las gentes. Pero incluso en los términos dados, un ilustre profesor socialista, Ignacio Sotelo, de quien me fío, ha recusado la pretendida necesidad de prolongar el sacrificio de las clases obreras con estas palabras: "Para la óptica del Gobierno, que en este punto coincide con la de las clases dominantes, nunca hay motivos ni ocasión para ir a la huelga. En los años de las vacas flacas, porque no queda otro remedio que apretarse el cinturón para salir de la crisis; cuando empieza a despejarse el horizonte, porque una política distributiva a través de los salarios amenaza con disparar la inflación. Y, en efecto, negando principios elementales de la economía de mercado, los empresarios tienen mecanismos suficientes para hacer repercutir los aumentos salariales en los precios. Un Gobierno de izquierda, interesado en propiciar una sociedad más igualitaria, podría atacar otros muchos factores que producen inflación sin limitarse exclusivamente a contener los salarios como única política antiinflacionista. Aceptar que la subida de salarios necesariamente implica un, alza de precios, y que, por tanto, de poco sirve a los trabajadores, es asumir los mecanismos de distribución que imponen los poderes económicos establecidos, y, por consiguiente, la desigualdad creciente como una ley natural irreversible". (Hasta aquí, Sotelo, EL PAÍS, 12 de diciembre de 1988.) Sea de ello lo que fuere, la vocación extremamente liberal del actual régimen socialista español puede percibir la quien, como yo, haya conocido ya adulto los años cincuenta; por entonces, la consigna del no institucionalizado sindicalismo católico decía: "Participación de los obreros en los beneficios de la empresa"; por el contrario, el llamado Programa 2000 del partido socialista, ya en elaboración para tal fecha, dice: "Participación de los obreros [o agentes sociales, como la jerga los ha rebautizado] en los beneficios excesivos de la empresa, si los hubiere" (cursiva mía). ¡Pues áteme usted esa mosca por el rabo! ¿Qué significado podría tener ese excesivos o cuál podría ser el criterio para ese si los hubiere, en un sistema cuyo principio axial es la maximalización, maximización u optimización, que de las tres maneras puede decirse, del beneficio? Por lo demás, aun dejando a un lado la espectacular incongruencia de tal proposición, para el año 2000, el partido socialista promete menos de lo que 50 años antes propugnaba el sindicalismo católico.II. La última y más desalentadora prueba que ha dado el presidente González de su profunda conversión a la mentalidad derechista es un dato tal vez de importancia secundaria en los hechos, pero casi infalible en cuanto síntoma psicológico. Me refiero a la conocida actitud general del "así ha sido, así es y así será por siempre", liberada de todo afecto pesimista o disposición escéptica, que tuvo su paladín en Maquiavelo ("Giudico il mondo sempre essere stato ad uno medesimo modo") y que lanza por axiomas: "siempre habrá ricos y pobres", "siempre habrá guerras", "siempre habrá cárceles", etcétera. Por esta actitud, la mentalidad derechista suele caracterizarse, erróneamente, como pesimismo fundamental. Pero no hay siquiera pesimismo en ella -porque hasta el pesimismo supone movimiento anímico-, sino quieta y fatal conformidad. Pues bien, cuando hace poco salió la cuestión de los fondos reservados o de reptiles, González, con la impasible sagesse del político maduro y realista, dijo: "Siempre habrá fondos reservados", y esto en un mundo donde hasta los soviéticos se han visto obligados a hacer de la tan traída y llevada transparencia al menos una aspiración y hastauna necesidad. Al ya inminentemente, si Dios no lo remedia, presidente del Consejo de la CE, lo que más le preocupaba antes de la huelga del otro día era el qué dirán. Así lo manifestó al tratar de concentrar sobre Madrid los esfuerzos del Gobierno y del partido para evitar o hacer fracasar la huelga, porque en esta ciudad, la "infraestructura" (sic) de los medios informativos era muy buena, de suerte que lo que ocurriese en Madrid tendría una resonancia decisiva en los países extranjeros. No le importaba tanto el hecho de la huelga por sí misma, sino la eventualidad de tener que presentarse, flamante presidente, ante sus colegas europeos con los zapatos y los bajos de los pantalones salpicados del barro de algo tan tercermundista como una huelga general. Tampoco le importaba, pues, el qué dirán general de las ciudadanías y los trabajadores europeos, sino el de los gobernantes con los que iba a codearse y a quienes iba a presidir. "¡Qué bochorno, Dios mío", debió de pensar, "subir a la taríma, como un gato vejado, con semejante ristra de latas vacías en cordel atadas al chaqué, arrastrando, botando y resonando a mis espaldas!". Después ha dicho que la huelga general puede deteriorar la imagen de España ante los extranjeros. ¡La tuya, sevillano, que la nuestra no!

III. He dicho tercermundista porque tampoco esta palabra -realmente inicua, usada como insulto o descalificación- se ha dejado de oír en referencia a la huelga general. La ha proferido, entre otros, el escritor Camilo José Cela, tras haber perpetrado tamaña bellaquería como la de hacer, con respecto al mismo asunto -en

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'¡Como la copa de un pino!'

un país con casi tres millones de parados-, el siguiente comentario: "Si este país trabajara más, otro gallo cantaría". Pero quien así habla no hace más que retratarse a sí mismo, sin mayor perjuicio para los demás. Por el contrario, bien graves consecuencias podría haber tenido la actitud del Gobierno y del aparato del partido si por el aturrullamiento, la crispación, la dislocación y el desconcierto total de su propia paranoia no se hubiesen despojado los unos a los otros y todos en conjunto de cualquier posible autoridad. Por lo demás, no han tenido empacho ni vergüenza de propalar a diestro y siniestro, con la irresponsabilidad más absoluta, toda especie de avisos ominosos y de premoniciones catastróficas, desde quien, como Benegas, ha recordado la huelga de 1934 a quien, como Rosa Conde, ha hablado de "jugar con fuego". Afortunadamente, semejante orquestación intimidatoria ha sonado más bien como una desafinada, discordante y cacofónica traca de horrísonos y pestilentes pedos. Como quiera que sea, la intimidacíón previa, que es la que en todo caso puede haber contado, ha corrido toda ella a cargo del partido y del Gobierno. Los sindicatos no han hecho más que dar -e incluso preparar prácticamente- toda suerte de seguridades e infundir calma y confianza, hasta el torpe extremo de recomendar que se desdramatizase la situación, expresión desafortunada para quienes querían dar a la huelga la oportuna seriedad. En cuanto a las intimidaciones posteriores, o sea, en el curso de la huelga, a las que algunos querrían atribuir el éxito, resulta sorprendente hasta lo francamente increíble el hecho de que, produciéndose entre muchos millones de personas, hayan arrojado cifras próximas a cero de incidencias -y aun éstas, apenas de algún contuso leve-; quien crea míniniamente verosímil que millones o al menos centenares de miles de intimidaciones puedan haber dado un resultado así debe aprender un poco de sociología y de estadística. No niego que la intimidación haya contribuido al éxito de la huelga general, pero ha sido la intimidación previa lanzada durante muchos días por el partido y el Gobierno, no, ciertamente, la de los sinclicatos, que, de haber tenido algún efecto, no puede haber sido más que infinitesimal. Pero el Gobierno y el aparato del pulido, con su intimidación, no han conseguido más que añadirle a la jarra de cerveza de la huelga, por si no tenía ya de por sí bastante gas, la sobrepresión que la ha hecho desbordarse e inundar de espuma todo el mostrador.IV. Lo que yo he visto de la huelga es lo siguiente. En el propósito de recorrer los puntos de la población que la radio citaba como conflictivos, nos acercamos en primer lugar a la calle de Preciados. En tomo a El Corte Inglés había mucha gente yendo y viniendo, por encima de cuyas cab ezas veíamos moverse los cascos blancos de los guardias antidisturbios que celaban las puertas de dichos almacenes, pero sin apartarse mucho de ellas, o sea, dejando un espacio franco bastante reducido para el entrar y salir de los esporádicos clientes. En un momento en que los huelguistas hicieron un avance acercándose demasiado al semicírculo formado por los guardias, éstos amagaron y dieron una carga, ante la cual, los huelguistas salieron corriendo, pero sin que los guardias, que eran como una docena y venían con las porras levantadas, apretasen el alcance ni llegasen a golpear a nadie; no habrían corrido más de 15 metros cuarido el sargento gritó: "¡Quietos!", y a su voz, los 11 guardias (o el número que fuere) se detuvieron como un solo hombre y se quedaron como petrificados en la línea alcanzada. No pude por menos de admirar la prudencia del sargento y la disciplina de sus hombres. Pocos minutos más tarde, más o menos en el mismo ten con ten de unos y otros grupos, uno de los huelguistas se adelantó un poco hasta una de las macetas que hay en el centro de Preciados, donde crece -según me pareció- un pequeño magnolio; ni corto ni perezoso le arrancó una rama y, visto y no visto, la podó y deshojó, quedándose en la mano con un palitroque retorcido de unos 40 centímetros. Estaba yo haciendo intención de llegarme hasta él y afearle la faena, más por el pobre magnolio que por el daño que pudiese hacer con aquel improvisado instrumento -pues sabido es que el magnolio es de la familia de los ficus, cuya madera es tan deleznable como la de la higuera-, cuando, todos a una, sus compañeros de huelga le gritaron de lejos, obligándole a tirar inmediatamente el palo. Afortunadamente no soy Dios -que sí lo fuera, dicho sea de paso, os ibais a enterar- y no me es dado ver lo que pasa en todas partes; es casi impensable que no haya habido lances peores, con policías más duros y huelguistas más descomedidos, pero éste es el testimonio de lo más grave que yo he visto recorriendo con mis amigos durante casi toda la mañana los puntos conflictivos de la huelga general.

V. La Constitución, al reconocer el derecho de huelga -lo mismo que al despenalizar el homicidio en legítima defensa-, sanciona un caso en que el Estado hace dejación del monopolio de la violencia legítima por el que, según la teoría más recibida, se define. La huelga general, por incruenta que sea, es un acto de violencia, porque trasciende las convenciones jurídicas y se sitúa en el terreno contencioso de lo político. El Estado ha concedido, aunque sea rabiando, esta excepción a su monopolio de la violencia, de una manera análoga, y casi especular, a como se ha reservado para sí la suspensión de las convenciones jurídicas en lo que llamamos estados de excepción. Si la huelga general es una acción violenta, tiene, como la batalla, vencedor y vencido. Pero al mismo tiempo, si esta única acción violenta está sancionada por la Constitución, las partes tienen que aceptar las reglas del juego que le son propias, las cuales, puesto que su lógica es la de la violencia, seguirán el modelo del derecho de guerra. El vencido -en nuestro caso, el Gobierno- no puede ser admitido a la mesa de negociaciones sin antes someterse a las capitulaciones -cuatro, en nuestro caso- exigidas como incondicionales por el vencedor. Otrosí: el vencedor -los sindicatos, en nuestro caso- es el que pone la mesa de negociaciones, lo que -de nuevo en nuestro caso- quiere decir que, en rigor protocolario y siempre según el derecho de guerra-, deberían ser los sindicatos los que recibiesen en un local propio alos representantes del vencido, o sea, del Gobierno, y no viceversa. Finalmente, la patronal sería, en estas negociaciones de paz, un perfecto intruso (al margen de que los representantes del Gobierno puedan llamarla por teléfono cada dos por tres para consultarla y hasta recibir órdenes).

VI. Algunas voces de los huelguistas, en la euforia del triunfo, han dejado escapar expresiones como "jornada histórica", "victoria histórica" y otras efusiones que apelaban de un modo u otro a lo histórico y a la historia. No hace muchos días me saltó de ojo una distinción que, en un artículo, hacia Javier Pradera, poniendo como opuestos "hacer historia" y "hacer polítíca", y el asunto me dio mucho que reflexionar. Desarrollar debidarnente lo que da sentido a tal oposición a primera vista innocua exigiría un número de páginas que no caben aquí, pero sería muy de lamentar que los hoy victoriosos sindicatos cayesen en esa rimbombante y siempre trágica tentación de hacer historia. Hacer política es ejercer la ciudadanía y apoderarse del presente. Hacer historia es entregarse al futuro y cumplir un destino. Hacer historia es intrínsecamente fascista.

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