Editorial:

Constitución y democracia

A DIEZ AÑOS de la aprobación de la Constitución, el régimen parlamentario por ella consagrado, incluyendo sus reglas de procedimiento y hasta sus símbolos y ritos, ha entrado a formar parte de los hábitos de los ciudadanos. Las amenazas involucionistas que hace una década se cernían sobre la democracia española, y que se encarnarían en un intento de golpe militar tres años después, han desaparecido en lo fundamental. Naturalmente, la democracia no supone la supresíón de los conflictos, sino precisamente la posibilidad de plantearlos y resolverlos pacíficamente, sin poner en riesgo las libertad...

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A DIEZ AÑOS de la aprobación de la Constitución, el régimen parlamentario por ella consagrado, incluyendo sus reglas de procedimiento y hasta sus símbolos y ritos, ha entrado a formar parte de los hábitos de los ciudadanos. Las amenazas involucionistas que hace una década se cernían sobre la democracia española, y que se encarnarían en un intento de golpe militar tres años después, han desaparecido en lo fundamental. Naturalmente, la democracia no supone la supresíón de los conflictos, sino precisamente la posibilidad de plantearlos y resolverlos pacíficamente, sin poner en riesgo las libertades. El que este aniversario coincida con un momento de aguda conflictividad social, sin que de ello se deriven riesgos para el régimen de libertades garantizado por la Carta Magna, ilustra la fortaleza y arraigo del sistema institucional inaugurado entre nosotros hace 10 años.Sin embargo, diversos síntomas revelan el crecimiento en el seno de la sociedad de un movimiento de queja, o al menos de desencanto, respecto al insuficiente despliegue de las posibilidades abiertas por la Constitución en relación a valores como la igualdad o la solidaridad. La despolitización y ausencia de afanes participativos de la juventud, en contraste con la realidad sociológica de la España de los setenta, es uno de los reflejos más preocupantes de este desencanto. Pero no es menos significativo el hecho de que el relativo desapego de esos sectores hacia la vida política no se manifieste, como antaño, en una contraposición entre la libertad y la igualdad. Por el contrario, la aspiración a una mayor equidad se expresa hoy en términos de igualdad de libertad: ésta es la unidad de medida de aquélla.

Este desencanto no es ya el autoproclamado -hace precisamente una década- por quienes, por efecto de su formación y experiencias de radicalización juvenil, confundieron el plano de lo privado con la esfera de lo público y creyeron de buena fe que la democracia garantizaba la felicidad. El desengaño actual tiene más que ver con la existencia dentro del sistema democrático de tendencias que desmienten parcialmente sus propios presupuestos: un sistema de partidos y una legislación electoral que sustituyen la responsabilidad de los elegidos ante sus electores por la responsabilidad de esas personas ante los aparatos de las formaciones políticas; la sustitución del Parlamento como cámara de debate político abierto por otros foros no sometidos al control de la opinión pública y en los que el protagonismo de los grupos particulares de interés es creciente; la sustracción de un número creciente de asuntos al control de la oposición so pretexto de las razones de Estado.

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También es cierto que la salud de las instituciones y de la democracia misma dependen en buena medida de la capacidad de los gobernantes para promover una difusión social del poder mediante la articulación de la sociedad a través de sus asociaciones intermedias. La realidad de la España actual constituye una prueba de lo que resta por hacer en esa dirección. Pero si algo nos ha enseñado la práctica de la democracía es que su principal valor, la tolerancia, implica también la convivencia racional con la imperfección. La existencia de deficiencias en el funcionamiento práctico del sistema parlamentario no significa que se haya borrado la frontera entre un régimen democrático y uno que no lo es. La posibilidad que tienen los ciudadanos de cambiar la mayoría parlamentaria y el Gobierno cada cuatro años es la principal garantía contra eventuales abusos por parte del poder.

A 10 años vista, nadie puede negar hoy que la Constitución de 1978 es un cauce válido para la convivencia pacífica y democrática de los ciudadanos. El que algunas de sus potencialidades no hayan llegado a desarrollarse no contradice, sino todo lo contrario, su validez. Esas imperfecciones podrían, por otra parte, subsanarse mediante una reforma cuyos mecanismos están previstos en el propio texto. Si la mayoría de los con stitucionalistas, así como las principales fuerzas políticas, se muestran poco partidarias, de momento, de abordar esa reforma es porque consideran improbable reproducir hoy un consenso tan amplio como el que fue posible hace una década. Ha de tenerse en cuenta que cualquier reforma deberá ser apoyada, para prosperar, por una mayoría cualificada (de tres quintos) de ambas cámaras.

El principal error político cometido en el proceso de elaboración de la Constitución fue la exclusión de los nacionalistas vascos de la ponencia redactora del proyecto que le sirvió de base. El intento de rectificación posterior no fue suficiente para convencer al nacionalismo vasco moderado de la voluntad integradora de los constituyentes, y las presiones del radicalismo resultaron decisivas en la decantación final del PNV en favor de la abstención. Con todo, abstención no equivale -como se pretendió demagógica e interesadamente a posteriori- a rechazo: el 70% de los ciudadanos vascos que ejercieron en 1978 su derecho al voto dieron su apoyo al texto sometido a referéndum. Y si es cierto que el 55% del censo se abstuvo, no lo es menos que en las primeras elecciones autonómicas celebradas con posterioridad, en las que ninguna fuerza nacionalista propugnaba la abstención, ésta alcanzó un porcentaje del 40%. Por lo demás, la aprobación, en 1979, del Estatuto de Gernika, nacido del despliegue de las expectativas autonómicas abiertas por la Carta Magna, supuso en la práctica la plena legitimación retrospectiva de ésta en Euskadi.

Así lo ha entendido Euskadiko Ezkerra, partido que hace 10 años propugnó el voto negativo y que ahora, en gesto que le honra y cuya importancia política no podría ser subestimada, proclama no sólo su acatamiento sino su apoyo explícito al marco de libertades que la Constitución de 1978 garantiza.

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