Y Sevilla volvió a ser una fiesta

F. ORGAMBIDES, Sevilla se despertó ayer como un día más. Los bancos de la calle de Sierpes abrieron como de costumbre a las nueve. Y los bares, cafés, comercios y ultramarinos de toda la vida iniciaron escalonadamente ese rito diario tan de aquí del reencuentro con sus clientes. La ciudad vivió su mañana con tranquilidad. Como siempre. Tal vez con más alegría por la recuperación de ese hermoso sol de otoño que había eclipsado en los últimos días la lluvia. Pero también con algún que, otro malhumor de pacientes ciudadanos, hartitos ya de tantas obras, colapsos de tráfico e incomodidades viaria...

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F. ORGAMBIDES, Sevilla se despertó ayer como un día más. Los bancos de la calle de Sierpes abrieron como de costumbre a las nueve. Y los bares, cafés, comercios y ultramarinos de toda la vida iniciaron escalonadamente ese rito diario tan de aquí del reencuentro con sus clientes. La ciudad vivió su mañana con tranquilidad. Como siempre. Tal vez con más alegría por la recuperación de ese hermoso sol de otoño que había eclipsado en los últimos días la lluvia. Pero también con algún que, otro malhumor de pacientes ciudadanos, hartitos ya de tantas obras, colapsos de tráfico e incomodidades viarias.

El mediodía lo cambió todo. La culpa la tuvo el Regimiento Soria número 9, de guarnición en la ciudad, cuya banda de música -en tiempos de Cuaresma llamada de La Inmaculada- advirtió, en formación, que algo sucedía. Ramón Porgueres, capitán general, acababa de llegar a la plaza del Triunfo, junto a la Giralda, para pasar revista al batallón de honores dispuesto, según los cánones del protocolo, para recibir a la Reina Isabel de Inglaterra. Interpretaba Soldadito español.

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Y ahí empezó la fiesta. Carreras, prisas y gritos se sucedieron -sin otro ánimo que el ver, comentar y después contar- en un público, extremadarnente paciente y cada vez mayor, que convierte cualquier acontecimiento que ocurre en Sevilla en eso mismo: una fiesta. Isabel II y su esposo, el duque de Edimburgo, no sólo han conocido en esta ciudad La Lonja, la Catedral o los Reales Alcázares, reducido circuito de su corta estancia, sino también a sus gentes, a esas mujeres, privilegiadas testigos, que, codo a codo, aplauden cuando suena el himno nacional, que piropean, lo mismo a la Macarena que a cualquier egregio visitante y que ayer invocaron el nombre de las dos parejas reales, sin mayor picardía que la de provocar sus miradas, sonrisas y saludos, rompiéndo así graciosamente el rígido protocolo.

Ya fuera de la calle, en los interiores y exteriores de lo oficial, la soberana británica ha conocido a la otra Sevilla: la que también rompe el protocolo, pero sin gracia. La que le brinda un bolígrafo para firmar el libro de honor del Archivo de Indias (la Reina siempre firma con pluma) o la que guiña a los fotógrafos en busca del recuerdo histórico. También la que llena de lecheras de la Policía Nacional, aparcadas en batería y en flagrante exhibición como si se tratara del día del Santo Ángel Custodio, los alrededores de la Catedral o añade gratuitamente el tormentoso ruido del helicóptero de seguridad al armonioso y dulce repique de las campanas.

Pese a ello, Sevilla fue una fiesta, aunque el paseo peatonal de Isabel II durara escasos minutos. Y eso que la verdadera fiesta -la de los caballos jerezanos de la Real Escuela de Arte Ecuestre- cayó del programa real a consecuencia de la peste equina.

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