Editorial:

Sangre en las manos

EN ARGELIA hay, indudablemente, problemas graves. La caída de la cotización del petróleo, con su incidencia sobre los planes de desarrollo del Estado socialista, es, simplemente, el más visible de todos ellos. Los otros no son menos importantes: la apertura política que había iniciado con su mandato el presidente Chadli Benyedid no ha progresado con la suficiente celeridad, y la estructura de población, en la que predomina una juventud lógicamente inquieta por su futuro y el del país, se encuentra con un embudo crecientemente angosto de posibilidades en lo económico, en lo social y en lo polít...

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EN ARGELIA hay, indudablemente, problemas graves. La caída de la cotización del petróleo, con su incidencia sobre los planes de desarrollo del Estado socialista, es, simplemente, el más visible de todos ellos. Los otros no son menos importantes: la apertura política que había iniciado con su mandato el presidente Chadli Benyedid no ha progresado con la suficiente celeridad, y la estructura de población, en la que predomina una juventud lógicamente inquieta por su futuro y el del país, se encuentra con un embudo crecientemente angosto de posibilidades en lo económico, en lo social y en lo político.El Gobierno del presidente Benyedid no es el único responsable de esta situación; el país ha realizado considerables progresos en todos los órdenes, y no es el menor la tentativa de ampliar la base del desarrollo para que no dependa exclusivamente de ese monocultivo que es el petróleo o el gas. Pero precisamente por eso es más intolerable aún que, a la hora en que la frustración popular no encuentra otro camino que el de expresarse airadamente en las calles, el Estado socialista argelino, del que son frecuentes las lecciones de ética revolucionaria, por lo visto exclusivamente retóricas, asesine a mansalva a su propia ciudadanía en las calles del país.

Es perfectamente razonable suponer que había móviles políticos tras buena parte de las algaradas callejeras; es posible que un elemento de integrismo islámico -totalmente legítimo, por otra parte, si pudiera expresarse dentro de la legalidad- ha figurado en las mismas con intenciones desestabilizadoras. Pero, nuevamente, todo ello no sirve para justificar la salvaje represión del poder, esos centenares de muertos que ensangrientan no ya las calles de las principales ciudades del país, sino que avergüenzan a todos los que hayan creído alguna vez en el experimento argelino. ¿Qué diríamos si el Ejército israelí hubiera asesinado a unos centenares de palestinos nada más salir éstos a la calle?

El presidente Benyedid se dirigió anoche a la nación para prometer, como suele ocurrir en estos casos, cuando la tragedia ya es irremediable, un cambio radical que dé satisfacción a las legítimas exigencias del pueblo: pan y libertad. Pero que no se olvide que el restablecimiento de un suministro suficiente en los supermercados, que el alivio más o menos inmediato de la represión, las reformas estructurales o no que se acometan en la economía, no responderán nunca de una manera satisfactoria al grito que se ha alzado estos días del pecho de una ciudadanía frustrada e incontrolable. Democracia es lo que pide el pueblo argelino, algo que el Gobierno actual está muy lejos de poder conceder.

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