Tribuna:

El cambio y la fatiga

El Gobierno que jura el martes sus cargos ante el Rey va a tener una importancia específica en su gestión muy superior a la que se le atribuye como protagonista, durante seis meses, de la presidencia española de la Comunidad Europea. Porque este equipo de socialistas maduros será el responsable, con toda probabilidad, del juicio que merezca el PSOE por parte de los ciudadanos en las próximas elecciones generales. Y con la lista de los señores ministros -y, por fin, ministras- en la mano, no se puede asegurar que sea una selección de indudables vencedores.Aunque la mayoría de las interpretacion...

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El Gobierno que jura el martes sus cargos ante el Rey va a tener una importancia específica en su gestión muy superior a la que se le atribuye como protagonista, durante seis meses, de la presidencia española de la Comunidad Europea. Porque este equipo de socialistas maduros será el responsable, con toda probabilidad, del juicio que merezca el PSOE por parte de los ciudadanos en las próximas elecciones generales. Y con la lista de los señores ministros -y, por fin, ministras- en la mano, no se puede asegurar que sea una selección de indudables vencedores.Aunque la mayoría de las interpretaciones indica la continuidad que supone el Gabinete, éste adquiere unos perfiles más políticos con la inclusión de nombres como Múgica, Semprún y Corcuera. Pero, sobre todo, es expresión directa de la voluntad de Felipe González de gobernar con sus amigos. De los 18 miembros del equipo -excluido el propio presidente-, al menos la mitad puede presumir de mantener una relación con González muy anterior a los fastos del poder y, en el caso de varios de ellos, muy íntima. Nos movemos así en un terreno en el que las afinidades políticas se confunden con las personales, sin que se pueda determinar cuáles fueron descubiertas antes que las otras.

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Esto no tiene nada de particular, pero ayuda a comprender la importancia de la psicología en las decisiones de Felipe González, cuyas angustias no suelen ser ideológicas sino de otro tipo. El presidente es fiel a quienes le son leales y abandona a quienes le traicionan. En la elección no caben medias tintas.

Con estos datos, es imposible exigir a nadie un análisis rigurosamente político de lo sucedido en el cambio de Gobierno. Ahora lo que interesa es saber si, desde él, alguien va a ser capaz de reactivar el debate público o vamos a seguir viendo a las Cortes atribularse acerca de los medios de transporte que utiliza el vicepresidente en vez de por el estado de las libertades o el carácter social de la política del Ejecutivo. Porque la esclerosis a la que estamos llegando en el planteamiento de cuestiones de fondo para la convivencia española es un síntoma de la falta de respuesta de la clase política a las demandas populares.

No cabe la menor duda de que, en su conjunto, el nuevo Gobierno lo forman gentes capaces. Y no me importa mantener el aserto aún si contemplo en la lista la existencia, en las carteras de Obras Públicas y de Transportes, de dos de los políticos más ineptos que recuerda la historia de este país. Pero los socialistas tienen algunas asignaturas pendientes de grueso calibre. Mentiría si dijera que abrigo ya esperanzas en que la reforma de la Administración y la democratización del Estado se lleven a puerto, tal como prometió hace seis años el entonces líder de la oposición Felipe González. Sin embargo, hay tanto terreno por recorrer en este apartado que todavía nos es permitido recuperar algunas ilusiones, por limitadas que sean. Para ello, claro, es preciso no exagerar los perfiles tecnocráticos del ejercicio del poder, devolverle su carácter popular -sin que ello implique un populismo trasnochado- y desarrollar al máximo las capacidades de su pregonade socialismo democrático. En ese empeño, el Gabinete necesita, entre otras cosas, no ser insensible a las de,mandas sindicales ni presumir que todas ellas son fruto de la demagogia, y, sobre todo, revisar su política en el terreno de las libertades. Los rasgos autoritarios y el olor a ordeno y mando que se desprende desde el banco azul en las Cortes han dañado la credibilidad democrática del Ejecutivo, cuya imagen entre los intelectuales que todavía no están a sueldo suyo se ha visto gravernente deteriorada. Semprún puede ayudar a devolver esa confianza en la moralidad de la acción del Gobierno; confianza de la que, hoy por hoy, carecen los pocos pensadores que sirven de referencia a esta sociedad. Y es preciso saber si la experiencia personal de la lucha política que Corcuera y Múgica arrastran tras de sí servirá, al menos, para moderar el carácter estrictamente represivo que la política de orden público ha mantenido durante los años de Gobierno socialista. Por último, la inclusión de mujeres, por más que se haga en carteras de segundo rango, puede aportar una sensibilidad más vecina a lo que sucede en la calle.

En definitiva, merece la pena preguntarse si este grupo de gobernantes será capaz, en medio del renovado aburrimiento que nos asalta, de diseñar un horizonte que ilusione a los espanoles para la próxima década. Se me dirá que ese horizonte es Europa, y que ahí estamos todos. Pero la retórica de la europeidad terminará por ajarse si no se le asigna un contenido explícito. Hay muchas maneras de hacer Europa, y este país tiene derecho a inscribirse en proyecto tan ambicioso desde una actitud de participación popular auténtica. Hasta ahora son, sin embargo, demasiados los síntomas que anuncian un progresivo despegue de las nuevas generaciones respecto a las cuestiones públicas, una cierta privatización de actitudes y una desesperante debilidad de la sociedad civil. El apoderamiento de este concepto por la derecha clásica y su manipulación desde el propio Gobierno han contribuido, además, a confundir la cuestión. Yo no entiendo que la sociedad civil sea otra cosa diferente de la ciudadanía. Y es la devolución a los ciudadanos de su protagonismo político, frente a la usurpación que han llevado a cabo las burocracias, lo que a mi juicio puede y debe caracterizar la modernización de cualquier país. Contribuir, en cambio, a la construcción de la Europa de los burócratas resultaría un triste destino.

El mismo debate sobre Europa se inscribe en la poiémica sobre cuál ha de ser el futuro del Estado en un marco supranacional como aquel al que nos avecinamos. Esto afecta al papel de los partidos en su función mediadora entre los ciudadanos y el poder, a la utilidad de la democracia parlamentaria tal como viene desarrollándose en muchos países, y al significado del mantenimiento de poderes independientes dentro de la propia estructura estatal, o de otros ajenos incluso a esa estructura. Todas esas cosas, la discusión y la ideación sobre ellas, deben contribuir a hacer de este cambio de ministros algo más interesante que la suposición de que se trata, por fin, de tener un partido, un sindicato y un Gobierno compuestos por un grupo de amiguetes.

Me temo, empero, que hay muchos obstáculos que se oponen al desarrollo de esos proyectos. Felipe González ha decidido estrechar lazos persona.. les con su partido, una vez anulada toda efectiva disidencia dentro de él. Éste parece así cada vez más solidificado en tomo a la ocupación del aparato estatal -el reparto de la tarta- y a las relaciones de fidelidad para con el líder. Y quienes llegan al poder sin carné del PSOE lo hacen merced a su estrecha compenetración personal con el que manda. Se me dirá que eso es lógico toda vez que el partido es el ganador, con mayoría absoluta, de las elecciones. Pero muchos ugetistas de Redondo, muchos comunistas de! desencanto y muchos centristas del desconcierto dieron su voto a Felipe González con una expectativa diferente a la de que sóto el partido socialista, y además este partido socialista, se convirtiera en mediador prácticamente único entre los ciudadanos y el poder político.

El antiguo portavoz del Gobiemo y futuro ministro de Educación dijo, al anunciar los nuevos nombramientos, que éstos significaban una apertura hacia la sociedad. Hay, como explico, motivos para dudarlo, pero es preciso otorgar un margen de confianza a tan buenos propósitos. Por lo demás, el presidente lo tiene fácil. Bastaría con retomar sus originales promesas de cambio y hacer que España funcione, tal y como definió él su propio programa. Porque es verdad que no acaba de hacerlo, que el desmedro de los servicios alcanza cotas más que preocupantes y que la credibilidad del sistema de representación política y la musculatura de la España de las autonomías están en entredicho. Si efectivamente el nuevo Gabinete quiere desandar las zancadas que le han alejado de sus electores y aproximarse a los intereses y preocupaciones de los ciudadanos, no tendrá entonces más remedio que operar en esos dos frentes: mejorar la calidad de la oferta que desde el Estado se hace a la sociedad y procurar el entrañamiento de ésta con el sistema político. Lo primero exige emprender cuanto antes la reforma de la Administración; para conseguir lo segundo no tiene otro remedio que cuestionarse el aparato de representación, promover una reforma de la ley electoral y abordar los cambios constitucionales que dos lustros de experiencia sobre el Estado de las autonomías aconsejan.

Si el cambio de Gobierno sirve para hacer estas cosas, bienvenido sea. Pero si se trata sólo de que el presidente se dé un respiro a sí mismo, enroscándose en el círculo de sus contertulios, apenas habremos aplazado unos meses el tiempo de la fatiga general.

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