Tribuna:

Infiernos

De mi infancia recuerdo el fascinante horror de algunas escenas de películas. Las truculentas minas de Ben-Hur, pongo por caso, en donde los penados sufrían en condiciones infrahumanas. Lodosas babeles del castigo reproducidas con todo primor en cartón piedra. Pero no era más que cine, y una podía estremecerse y disfrutar al mismo tiempo, abrigada por la certidumbre de que esa barbaridad ya no existía.En estos días me he acordado muchas veces de esos infiernos en tecnicolor. Los llevo en mi memoria desde que leí los informes sobre la salud en las cárceles. En Cataluña, por ejemplo, el 4...

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De mi infancia recuerdo el fascinante horror de algunas escenas de películas. Las truculentas minas de Ben-Hur, pongo por caso, en donde los penados sufrían en condiciones infrahumanas. Lodosas babeles del castigo reproducidas con todo primor en cartón piedra. Pero no era más que cine, y una podía estremecerse y disfrutar al mismo tiempo, abrigada por la certidumbre de que esa barbaridad ya no existía.En estos días me he acordado muchas veces de esos infiernos en tecnicolor. Los llevo en mi memoria desde que leí los informes sobre la salud en las cárceles. En Cataluña, por ejemplo, el 45% de los presos estudiados es portador del SIDA; el 55% de anticuerpos frente a la hepatitis, y hay un brote de tuberculosis activa, una enfermedad que se creía erradicada. La muestra de la cárcel aragonesa de Daroca, por su parte, ofrece unas cifras aún más tétricas: un 60% de portadores de SIDA y un 83% de posibles hepatíticos. Todos viven juntos y revueltos. El hacinamiento subhumano de nuestras prisiones no sólo transmite desesperación: transmite muerte.

Yo ya suponía que las cárceles españolas eran un lugar aterrador. A la dolorosa falta de libertad, que es la esencia del castigo, hay que añadir unos tormentos que no están contemplados en las sentencias. Presos que son asesinados o violados por sus compañeros, cárceles que se caen de viejas, una superpoblación inaguantable, el mal rancho, la precariedad de los servicios, la indignidad de vivir en condiciones animales, la droga y la violencia. Y ahora hay que añadir ese cocedero de enfermedades y contagios. El matadero. En esas prisiones se deshacen, por ejemplo, adolescentes con primeras condenas que, previsiblemente, jamás podrán remontar semejante experiencia carcelaria. Son agujeros en los que, más que malvivir, uno malmuere. No encuentro diferencia entre estos pozos de nuestra sociedad y los truculentos decorados de mis películas de época. Sólo que en las prisiones españolas no existe el tecnicolor, sino tan sólo un ocre de yeso sucio, un gris de piedra.

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