Tribuna:

Sustancia

El Dios verdadero habita todavía en el interior de aquel potaje que hacía tu madre cuando eras niño. Su sabor te perseguirá toda la vida donde quiera que estés, y con el tiempo llegarás a confundirlo con la salvación de tu alma. Dentro de aquel caldo también hervían las primeras caricias que recibiste, las luces de un paisaje que te cegaron, los sonidos que la memoria ha amasado luego en forma de música. Mientras el puchero humeaba en la cocina, el confesor te imprimía el sentido de la culpa en la nuca. Sonaban por la radio aquellas canciones que no has olvidado, te sentías libre cazando libél...

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El Dios verdadero habita todavía en el interior de aquel potaje que hacía tu madre cuando eras niño. Su sabor te perseguirá toda la vida donde quiera que estés, y con el tiempo llegarás a confundirlo con la salvación de tu alma. Dentro de aquel caldo también hervían las primeras caricias que recibiste, las luces de un paisaje que te cegaron, los sonidos que la memoria ha amasado luego en forma de música. Mientras el puchero humeaba en la cocina, el confesor te imprimía el sentido de la culpa en la nuca. Sonaban por la radio aquellas canciones que no has olvidado, te sentías libre cazando libélulas en la acequia, de noche oías el silbido del tren y siempre estabas cobijado. Dios consistía tal vez en una pizca de azafrán, era aquella verdura fresca o se revelaba a través de otros ingredientes, pero el misterio del caldo lo descifraba el amor. Ese guiso que selló como un sacramento el paladar para siempre en los días de la infancia y su perfume te atravesó la adolescencia se unió al vapor de todos los deseos de la pubertad y después desapareció en la juventud al abandonar la casa. Dios es un condimento, y eso lo saben muy bien los emigrantes.Cuando se vive muchos años fuera de la tierra, uno pierde el idioma, olvida a los amigos, adopta nuevas costumbres, pero nunca abandona las especias que sazonaron los alimentos de su niñez, ya que el Dios verdadero cabalga sobre la pimienta, el estragón o el comino. No digas que has perdido la fe mientras no te haya dejado el sentido del gusto. Dios puede volver a visitarte en cualquier momento de tu vida por medio de un sabor a guindilla o merced a una sopa de ajo. Cuando seas mayor, un día en que estés desprevenido, después de tanto tiempo, tomarás un potaje y por un instante todo volverá a comenzar. A la primera cucharada verás entrar al Dios de la niñez por la puerta del jardín, el fondo de tu memoria se iluminará con la sonrisa de tu madre, el sentido de la culpa volverá a cubrir tu cerviz con tallos de espinacas y te sentirás cobijado. Otra cucharada, y tu alma ya estará salvada.

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