Editorial:

No vale todo

EL SOBRECOGEDOR espectáculo de un grupo terrorista protestante sembrando de granadas el entierro en Belfast de tres miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA) pone de relieve dos cosas: en primer lugar, que un Gobierno no puede declarar cerrado, sin más explicaciones, un incidente sangriento del que ha sido actor principal, como si la soberanía del Estado lo justificara todo; en segundo lugar, que cuando, en circunstancias así, se permite que se abra la caja de Pandora, se está aceptando que todo vale, todos son terroristas, todos son justicieros.Produce congoja tener que recordar a esta...

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EL SOBRECOGEDOR espectáculo de un grupo terrorista protestante sembrando de granadas el entierro en Belfast de tres miembros del Ejército Republicano Irlandés (IRA) pone de relieve dos cosas: en primer lugar, que un Gobierno no puede declarar cerrado, sin más explicaciones, un incidente sangriento del que ha sido actor principal, como si la soberanía del Estado lo justificara todo; en segundo lugar, que cuando, en circunstancias así, se permite que se abra la caja de Pandora, se está aceptando que todo vale, todos son terroristas, todos son justicieros.Produce congoja tener que recordar a estas alturas la diferencia sustancial que debe existir entre las acciones de una banda terrorista y las de una sociedad civilizada en un Estado de derecho. Dejarse arrastrar al diálogo de la demencia, al diálogo de las pistolas, quiere decir abatir a un terrorista, hoy; a un sospechoso, mañana, y a un disidente con el que se está en desacuerdo, pasado mañana.

Hace casi dos semanas, en Gibraltar, las fuerzas especiales británicas abatieron sin contemplaciones a tres terroristas del IRA. Los terroristas iban desarmados, y nadie ha sugerido siquiera que representaran en aquel momento una amenaza para los soldados profesionales con los que se enfrentaron. Se ha dicho que éstos temieron que uno de los activistas hiciera estallar el coche bomba que se suponía habían aparcado; suposición algo aventurada, que casa mal con el conocimiento que se debe tener de una operación que se lleva semanas vigilando y para la que se ha contado con la ayuda constante de la policía española. Sin olvidar que es positivo que las fuerzas de orden público de varios países colaboren en la represión del terrorismo, parece innegable que en este caso la cooperación ha ido más allá de lo permisible. La ley española ordena al policía que detenga al que es sospechoso de estar preparando un crimen; tres conocidos terroristas del IRA al preparar un atentado en Gibraltar desde la Costa del Sol, introducir explosivos en España, alquilar automóviles para hacerlos estallar, suministran indicios de criminalidad suficientes como para que sean detenidos y posteriormente extradidos, antes que dejarles que se metan en una trampa que les ha de costar la vida. Asombra, por tanto, que nuestro ministro de Asuntos Exteriores dijera en el Congreso que España se va a mantener al margen de esa triple ejecución sumaria. España y su Gobierno son también responsables de lo sucedido.

Es notable, y bastante repugnante, el silencio de la sociedad británica sobre este asunto. La primera. ministra ha dado con gran firmeza carpetazo al incidente, y sólo David Owen, el político socialdemócrata, se pregunta con asombro cómo es posible que, en una sociedad que lleva siglos dando ejemplo de civilización y de respeto a la ley, se practique el viejo axioma tomado del general Custer de que el mejor terrorista es el terrorista muerto. La muerte de los terroristas, lejos de permitir que se aproveche como ventaja la reducción de su número, complica aún más el casi insoluble problema del Ulster. Los muertos e incidentes habidos con ocasión de sus entierros en Belfast lo ponen de relieve. El terrorismo de Estado no es nunca una solución ante la amenaza de la violencia política: antes bien, la agrava y acrecienta hasta extremos inimaginables. Y habría que ver cuál hubiera sido la reacción de la, en este caso, temática opinión pública británica si los hechos protagonizados por sus soldados en Gibraltar los hubieran llevado a cabo la Guardia Civil en el País Vasco.

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Por lo mismo, ya no puede sorprender que el descubrimiento del automóvil por la policía española haya llevado a los sectores más reaccionarios de este país y al Gobierno británico a respirar con alivio y a exhibir el hallazgo como prueba de la maldad del IRA (como si eso fuera necesario) y como justificación después de la matanza. Resulta que ese coche bomba fue utilizado desde el principio como coartada para la acción del Ejército británico, antes de que fuera siquiera descubierto. Es legítimo preguntarse si el Gobierno británico conocía su existencia previamente o si pudo organizarla posteriormente; su acción sería condenable en ambos casos. En el primero debería haber detenido a los terroristas y en el segundo habría fabricado una justificación de lo que no es justificable.

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