Tribuna:

Quijotismo: la conveniencia

La libertad de conciencia y la libertad civil exigen, para ser reales, que la vida social sea, más que vidriosa coexistencia de los entre sí discrepantes, convivencia pacífica de quienes no sienten que esa mutua discrepancia pueda impedir el nacimiento y la práctica de una verdadera amistad. Por lo que ellos mismos nos cuentan, esa había sido en su aldea la relación entre Sancho Panza y el morisco Ricote. Se trata ahora, de saber si el Quijote nos dice algo acerca de ese no fácil, pero tampoco imposible enlace entre la verdadera libertad y la verdadera convivencia.Me atrevo a pensar que...

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La libertad de conciencia y la libertad civil exigen, para ser reales, que la vida social sea, más que vidriosa coexistencia de los entre sí discrepantes, convivencia pacífica de quienes no sienten que esa mutua discrepancia pueda impedir el nacimiento y la práctica de una verdadera amistad. Por lo que ellos mismos nos cuentan, esa había sido en su aldea la relación entre Sancho Panza y el morisco Ricote. Se trata ahora, de saber si el Quijote nos dice algo acerca de ese no fácil, pero tampoco imposible enlace entre la verdadera libertad y la verdadera convivencia.Me atrevo a pensar que, entre bromas y veras, Cervantes nos da su respuesta con la disputa sanchoquijotesca acerca del yelmo de Mambririo. En sus conversaciones de Sierra Morena, Don Quijote recuerda a Sancho el trance en que el despavorido barbero dejó abandonada su bacía, yelmo benéfico para el hidalgo. "Dime, Sancho, ¿traes bien guardado el yelmo de Mambrino?". Sancho no quiere apartarse de la realidad, tal como él la entiende: "Quien oyere decir a vuestra merced que una bacía de barberc, es el yelmo de Mambrino, y que no ha salido de este error en más de cuatro días, ¿qué ha de pensar sino que el que tal dice y afirma debe de tener güero el juicio?". Pero Don Quijote sabe más que Sancho. Son los encantadores quienes arteramente cambian la apan*encia de las cosas, segúri sea la persona que las mira: "Y así", le replica, "eso que a ti te: parece bacía de barbero, me parece a mí el yelmo de Mambrino, y a otro le parecerá otra cosa. Y fue rara providencia del sabio (encantador), que es de mi parte, hacer que parezca bacía a todos lo que real y verdaderamente es yelmo de Mambrino, a causa que, siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguiría por quitármelo". Lo que las cosas son a los ojos de quien las mira depende del punto de vista de éste, viene a decir, como un desmesurado Ortega avant la lettre, el Don Quijote que así adoctrina a Sancho.

Muy certera y sutilmente ha establecido Américo Castro la función del parecer en el mundo quijotesco: "Cuando en el Quijote se afirma que el objeto frente a alguien parece esto o aquello, el autor no piensa en nada abstractamente filosófico y que simplemente lleve al conocimiento de lo real... Cuando en el Qujote se usa el me parece o el le parece, eso significa que lo que así parece hace mucha falta como material de construcción para la propia vida; por tanto, se quiere y se necesita que sea para mí lo que parece". Que me sea, diría Ortega.

Naturalmente, esa respuesta de Don Quijote a Sancho sirve de principal motivo a Castro, aunque no se limite a él, para mostrar la significación del parecer quijotesco. ¿Es posible ir más allá, y pensar que las resultas de tal discusión permiten entender adecuadamente cómo veía Cervantes el problema de casar entre sí la libertad y la convivencia?

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Tras su patético encuentro con los galeotes, Don Quijote resucita el tema del yelmo de Mambrino. Pretende convencer al barbero de marras, por azar llegado a la venta donde el hidalgo y su escudero se han detenido, de que el objeto que Sancho guarda es yelmo y no bacía: "Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que esto es bacía, y no el yelmo que yo he dicho". Y Sancho, conciliador y socarrón, halla la fórmula para que la convivencia con su señor no se rompa: "En eso no hay duda; porque desde que mi señor le ganó hasta agora no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró a los sin ventura encadenados; y si no fuera por este baciyelmo, no lo pasara muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance". El objeto sobre el que versa la disputa no es del todo bacía ni del todo yelmo; para que entre todos haya paz, es baciyelmo. Sólo así -léase lo que en el capítulo siguiente a todos dice- será posible la paz entre los bacieros, el yelmista y los circunstantes que, sin apearse de sus convicciones, quiere Don Quijote: "Aquí no hay más que hacer sino que cada uno tome lo que es suyo, y a quien Dios se la dio, san Pedro se la bendiga... Pongámonos en paz, porque... es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas".

Baciyelmo, esta es la palabra clave. No sólo para mostrarnos una vez más el gran ingenio verbal de Cervantes y la constante voluntad de concordia de Sancho; también si nos decidimos a trascender la haz de la anécdota y a bucear en la, redomada, irónica y menesterosa alma de su autor, porque en ella está la receta cervantina para lograr un enlace armónico entre la libertad y la convivencia.

En cuanto creador del Quijote, y en cuanto inconforme ciudadano de una España que le da gloria y le causa pena, el Cervantes autor del baciyelmo nos propone, en efecto, una fórmula compuesta por tres puntos: libertad de conciencia y franquía civil, para que esa libertad pueda manifestarse, en lo tocante a las creencias y las ideas que dan a la vida de la persona su más hondo sentido; indiscutido consenso tácito en lo pertinente a la común naturaleza de que en su tan razonadora conversación con Don Quijote habla el canónigo de Toledo; consenso particular y pactado, aquel en que cada uno de los discrepantes cede algo de su opinión en aras de la pacífica convivencia, cuando se trata de materias opinables y relativas a la vida pública, como si es mejor para el bien común la libre empresa o la economía dirigida o, en el caso de esta anécdota del Quijote, si no sería mejor dejar en pactado baciyelino lo que para uno es yelmo valioso y para otros simple bacía.

Efectiva libertad de conciencia, consenso general indiscutible en todo lo que como verdad real se impone a la razón, pacto razonable en cuanto a la convivencia social de los legítimamente discrepantes; tales son para Cervantes los pilares en que debe tener su fundamento la vida en común, si en verdad pretende acercarse a su perfección ideal. Si se quiere, a su utopía, porque utópica es la vida de una sociedad en que de modo enteramente satisfactorio sea realidad cumplida esa triple exigencia. ¿Qué, sino baciyelmo, es la opinión de Don Quijote cuando discute con Sancho si para el buen acierto en el matrimonio es preferible seguir el impulso del amor o el dictado de la reflexión? ¿Qué, sino acercamientos posibilistas a la utopía de la perfecta convivencia civil -en definitiva, baciyelmos-, son las Constituciones políticas orientadas por los principios de la libertad y la justicia? Y mirados uno y otro a esta cervantina luz, ¿qué fue el new deal de Roosevelt y qué es la perestroika de Gorbachov, sino un contrapuesto intento de pacto, aquél con la economía dirigida, por parte de la economía capitalista, éste con la libertad civil, por parte del Estado absoluto; en definitiva, dos modestos baciyelmos de ocasión?

Un baciyelmo político y religioso entre dos imperativos éticos, el de la libertad civil y el de la pacífica convivencia, echaba de menos Cervantes, corazón de cristiano nuevo en una España regida por cristianos viejos, cuando miraba en tomo a sí, y esta deficiencia inyectaba una vena de irónica melancolía en su hondo amor a la patria española. A lo cual, en los entresijos de su alma, se unía la amargura de no ver orientarse España hacia la realización histórica de un ideal razonable.

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