Tribuna:

La vieja dama Europa

Europa tiene miedo. La vieja dama, cargada de riquezas, de libros, de tesoros de historia y de arte, teme que la asalten, que la violen, le roben o la roben, o acaso la asesinen. A lo largo de unos años de viajes de trabajo por Europa occidental he palpado este miedo hacia aquellos que algunos llaman los nuevos bárbaros, a los trabajadores extranjeros y refugiados políticos. Calles enteras de Dortmund o de Londres, de París o Bruselas, están ocupadas por árabes y negros, por hindúes o turcos. También España, que hasta hace poco fue país de emigrantes a América y Europa, por motivos polí...

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Europa tiene miedo. La vieja dama, cargada de riquezas, de libros, de tesoros de historia y de arte, teme que la asalten, que la violen, le roben o la roben, o acaso la asesinen. A lo largo de unos años de viajes de trabajo por Europa occidental he palpado este miedo hacia aquellos que algunos llaman los nuevos bárbaros, a los trabajadores extranjeros y refugiados políticos. Calles enteras de Dortmund o de Londres, de París o Bruselas, están ocupadas por árabes y negros, por hindúes o turcos. También España, que hasta hace poco fue país de emigrantes a América y Europa, por motivos políticos o laborales -sólo en Europa occidental hay todavía casi 800.000 españoles, y cuando, después de ese mítico 1992, se abra completamente el mercado de trabajo es muy posible que vuelva a incrementarse el número-, ha comenzado a ser también país de inmigración, cosa que empieza a inquietar a nuestro Gobierno y a nuestra sociedad. ¿Qué teme Europa? Dejando aparte el miedo que se tienen entre sí las dos mitades europeas, Oriente y Occidente, y fijándonos solamente en nuestra área occidental, con la penetración masiva de pueblos de otros continentes, de otras razas y culturas, otras costumbres y otras religiones, se teme perder los puestos de trabajo, ahora más escasos; el equilibrio económico y el bienestar, la homogeneidad de costumbres y de ambiente social, las señas de identidad, el pedigrí, el nivel cultural y hasta la pureza de la raza, de la patria o de la propia religión.

Debemos, sin embargo, tener memoria histórica. Porque, si bien se mira, ¿qué es Europa y qué es ser europeo? ¿Cómo se ha ido formando lentamente este precipitado, un tanto indefinible e inefable, que llamamos Europa? ¿Acaso hemos nacido directa y exclusivamente de la cabeza de Zeus? Desde el punto de vista geológico, nuestro continente comenzó a emerger por el Norte, mientras el Sur permaneció aún durante milenios bajo el mar. En cambio, geográficamente empezó por el Sur, por el Mediterráneo oriental, que en los tiempos históricos comenzó a denominarse Europa, concepto que fue extendiéndose hacia poniente, hasta llegar a llamarse así toda la cuenca mediterránea. Solamente en el siglo pasado, con Humboldt, empezó a concebirse Europa como el territorio que va desde los Urales a Inglaterra. Mirado así, como delimitación geográfica, Europa tiene tan sólo un poco más de un siglo...

Y si atendemos al plano racial y cultural, somos el resultado de siglos y siglos de invasiones, de mezclas y de cruces. Por el Norte, por el Este y el Sur, Europa occidental ha sido paseada, poseída y fecundada por muchos pueblos -fenicios y cartagineses, hérulos, hunos y godos, ostrogodos y visigodos, normandos, árabes y turcos, etcétera-, que dejaban a su paso incendios y ruinas, muertos y saqueos, pero que también contribuyeron a inyectar savia nueva en el viejo tronco, y a formar nuevos pueblos, culturas y sistemas políticos.

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El hecho más significativo acaso sea la invasión del imperio romano por parte de los bárbaros del Norte. Cuando parecía que aquello significaría el fin del mundo, se comprobó después que, efectivamente, era el fin de un mundo -por cierto, senil y decadente-, pero supuso, en cambio, la aparición de un mundo nuevo que dio a luz una cultura nueva y un nuevo sistema sociopolítico durante varios siglos, dejando grandes obras en la literatura y en el arte, en la filosofia y en la teología, además de contribuir a la formación de la conciencia europea, constituyendo una Europa unida, no solamente con un Mercado Común, como ahora, sino con una lengua común, una estructura política. una cultura y una conciencia supranacional (y por modestia corporativa no quiero extenderme en la importancia decisiva que en ello tuvo la Iglesia).

Pienso que Europa debe mirar a los inmigrantes más como una esperanza que como un peligro; más como una inyección de savia nueva que como una amenaza de decadencia y de muerte. El emigrante tiene que despertar y desarrollar todas las energías y virtualidades de que es capaz, tanto para salir de su propio ambiente, de su placenta afectiva, social y cultural, como para mantenerse a flote, como el náufrago en su balsa, siempre inestable y siempre rodeado de dificultades y hasta de peligros en el país de destino. De este modo tiene que potenciar al máximo muchas cualidades que de otro modo quedarían dormidas, como ocurre en aquellos que viven cómodamente instalados y arropados dentro de su propio ambiente, donde no necesitan luchar tan denodadamente para subsistir. Aunque los inmigrantes traigan su propia cosmovisión y su propia concepción de la vida, con el tiempo puede producirse una mutua seducción y fecundación de las culturas, las de los inmigrados y la de los autóctonos, haciendo así nacer una nueva cultura para una nueva etapa de la historia de Europa.

Por razones humanistas, creo que Europa no puede cerrarse frente a los otros pueblos. Primero, por respeto a los derechos humanos, entre los que figura el derecho a la emigración, tanto por razones de refugio político como para buscar un trabajo que en su país no encuentra. Además, por justicia, ya que en muchos casos proceden de países a los que Europa ha explotado injustamente durante la etapa colonial. Y hasta por optimismo histórico, ante el contraste entre una Europa vieja y envejecida, llena de ancianos y vacía de niños, carente de esperanza, y unos hombres desbordantes de creatividad, coraje y juventud, que vienen en realidad más bien a levantar Europa que a hundirla; que vienen en una penetración pacífica y no en invasiones violentas, como en otros tiempos; que vienen no a destruir, sino a trabajar; a vivir, y no a matar.

Los cristianos de Europa tenemos, además, motivos sobreañadidos para esta acogida y para esta esperanza ante los extranjeros. Las grandes figuras de la historia de Israel, nuestros antepasados, que compartimos con el pueblo judío, fueron también emigrantes y extranjeros en tierra extraña, como Abraham, Moisés, Jacob, etcétera. El pueblo de Yahvé sufrió exilios y destierros. También Jesús de Nazaret, sus discípulos y la primitiva Iglesia conocieron esta realidad, voluntaria o forzada, de sentirse peregrinos en tierra extranjera. Y Jesús nos dijo que siempre que acogiéramos a un forastero, a Él le recibíamos, y siempre que le rechazáramos, a Él le rechazábamos.

Para un cristiano, todo hombre, hijo de Dios, allí adonde vaya está en su casa y entre hermanos. Al mismo tiempo, aun en la patria, somos extranjeros, caminantes y peregrinos hacia la Tierra Prometida, que es el Reino de los Cielos. Mientras estamos en camino, debemos vivir y relanzar esta esperanza, acogiendo a todo hombre forastero como a un paisano. "Arrieros semos, y en el camino nos encontraremos", dice un refrán manchego.

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