Tribuna:

Ratas

En el libro de Jean-Didier Vincent Biología de las pasiones se cuenta, entre otras muchas, una experiencia con ratas que desarrollaron hace años los profesores Miller y Olds.La rata objeto de esta experimentación lleva un electrodo emplazado en una región precisa de su cerebro (el hipotálamo lateral), y ella misma puede activar, presionando una palanca, el paso de la corriente hasta el extremo del citado electrodo.Al hipotálamo lateral se le ha tenido por el centro del placer, de modo que la rata, mediante la palanca, crea su deleite a voluntad y cuantas veces quiera. Primero pru...

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En el libro de Jean-Didier Vincent Biología de las pasiones se cuenta, entre otras muchas, una experiencia con ratas que desarrollaron hace años los profesores Miller y Olds.La rata objeto de esta experimentación lleva un electrodo emplazado en una región precisa de su cerebro (el hipotálamo lateral), y ella misma puede activar, presionando una palanca, el paso de la corriente hasta el extremo del citado electrodo.Al hipotálamo lateral se le ha tenido por el centro del placer, de modo que la rata, mediante la palanca, crea su deleite a voluntad y cuantas veces quiera. Primero prueba y encuentra la satisfacción; después repite, y recibe de nuevo el gozo. Luego sigue y sigue, convertida la memoria del placer en el mayor objeto de placer y convertido el poder de convocar su placer en el poder supremo.

La rata, cualquier rata, dicen los experimentadores, se muestra insaciable. No parece existir nada que la aparte de ese felicísimo juego de autoestimulación. Incluso en el caso de colocar a un ejemplar hambriento ante: la opción de dos palancas, una que la proveerá de alimento y la otra de placer, el animal, una vez que ha aprendido, elige la voluptuosidad y desprecia la supervivencia.

Hay algo admirable en el comportamiento de la rata. La facultad que posee ese animal, capaz de garantizarse el placer, la acerca a la condición de Dios. Dios como centro de un paraíso que se autopromueve y se conserva incensantemente. La única diferencia, a favor de la rata, es la magnanimidad con que paga lo suyo.

Muy probablemente, en la moral aprendida, una rata, autoprovocándose placer, y poniéndose por ello al borde de la muerte, es la imagen misma de la depravación y de la bajeza. No cabría, de otro lado, esperar mucho más de una rata. Pero ¿qué pensar si este comportamiento se toma como prueba de hasta dónde pueden conducir los impulsos animales de los que participa el hombre? No hace falta pensar. Todo pecador que se detenga en el experimento Miller-Olds adorará a la rata.

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