Editorial:

Bases de alta tensión

EL APLAZAMIENTO, por segunda vez consecutiva, de la séptima ronda de negociaciones entre Estados Unidos y España para la reducción de la presencia militar norteamericana en nuestro territorio ha de interpretarse como expresión del deseo por ambas partes de evitar un nuevo fracaso -inevitable en el estado actual de las posiciones respectivas- cuando falta menos de un mes para que venza el plazo en el que debe producirse la prórroga automática del tratado bilateral o su denuncia. Seguramente, las conversaciones no se reanudarán hasta comienzos de noviembre; es decir, inmediatamente después de la...

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EL APLAZAMIENTO, por segunda vez consecutiva, de la séptima ronda de negociaciones entre Estados Unidos y España para la reducción de la presencia militar norteamericana en nuestro territorio ha de interpretarse como expresión del deseo por ambas partes de evitar un nuevo fracaso -inevitable en el estado actual de las posiciones respectivas- cuando falta menos de un mes para que venza el plazo en el que debe producirse la prórroga automática del tratado bilateral o su denuncia. Seguramente, las conversaciones no se reanudarán hasta comienzos de noviembre; es decir, inmediatamente después de la nueva ronda de consultas España-OTAN, que se inicia el día 22, para estudiar la fijación de las modalidades de participación militar española en los planes de defensa de la Alianza Atlántica.La fecha tope para que se produzca un acuerdo sobre las bases es el 14 de mayo de 1988, en que expira el actual convenio. Pero seis meses antes, el 14 de noviembre, España debe comunicar si desea o no la prórroga automática. Si no hubiera acuerdo antes de esa fecha, España denunciará el convenio vigente y se entrará en una fase inevitablemente marcada por la tensión, ya que, si se mantuviera el desacuerdo en ese plazo adicional de seis meses, los norteamericanos habrían de iniciar el desmantelamiento de todas sus bases, incluyendo la de Rota -decisiva en la estrategia militar occidental en el Mediterráneo-, para lo que contarían con un año.

Durante meses dio la impresión de que el Gobierno español estaba dispuesto a agotar todos los plazos, en la convicción de que el tiempo jugaba a su favor. Últimamente, sin embargo, Felipe González parece haber comprendido que si la tensión se llevaba hasta el punto de denunciar el convenio, creando una situación psicológica propensa a los desbordamientos emocionales, las relaciones entre ambos países sufrirían un deterioro difícilmente reparable. Y ello independientemente de que se alcanzase un acuerdo en ese plazo adicional que expira en mayo.

Dicho de otra manera: el acuerdo sigue siendo la hipótesis más probable, porque lo contrario perjudicaría a ambas partes. Pero no es lo mismo que el acuerdo se produzca en unas u otras condiciones. A estas alturas está bastante claro que la intransigencia norteamericana respecto a las moderadas exigencias españolas -moderadas en relación a las expectativas abiertas por el referéndum- guarda estrecha relación con el temor de Washington a reacciones en cadena por parte de otros aliados con bases en su territorio, con Grecia y Filipinas a la cabeza. Resulta significativo que el Gobierno conservador portugués, cuyo territorio sería la alternativa más obvia a una eventual retirada de las tropas actualmente estacionadas en España, haya amenazado, al abrigo de esa expectativa, con exigir una renegociación del acuerdo sobre la base de las Azores si no aumenta la cuantía de las contraprestaciones estadounidenses.

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Pero si ésa es la razón fundamental, nada perjudicaría tanto las expectativas norteamericanas como una fracaso de las negociaciones que obligase, a partir del 14 de mayo, a una retirada general. Todos los sectores antinorteamericanos, o simplemente nacionalistas, de los países aliados de EE UU -por ejemplo, Filipinas, cuya inestabilidad es caldo de cultivo privilegiado para reacciones de ese tipo- podrían acogerse al precedente español para reivindicar el cierre de las bases en sus territorios respectivos. Mientras que la retirada de los 72 F-16 de Torrejón, en el marco de un acuerdo amistoso fruto de la negociación, apenas produciría efectos de esa naturaleza. Naturalmente que los norteamericanos hubieran preferido que todo siguiera igual, a fin de evitar movimientos reivindicativos de otros aliados. Pero tras 16 meses de negociaciones, en las que el Gobierno español se ha comprometido a fondo, eso es ya imposible, y el acuerdo presenta para Washington riesgos menores que el desacuerdo.

Del lado español es también evidente que una salida en bloque de los norteamericanos, incluyendo la importante base naval de Rota, situaría a nuestro país en una dificil situación ante sus aliados europeos, sin excluir ese eje franco-alemán occidental que aparece hoy como germen de un eventual fortalecimiento de la autonomía del Viejo Continente dentro del bloque occidental. Autonomía que constituye una de las aspiraciones fundamentales de la actual política exterior española.

El acuerdo conviene, por tanto, a ambas partes. Pero, además, unos y otros están interesados en evitar que una denuncia del convenio por parte española, en noviembre, estimule una radicalización -y nada es tan contagioso como el entusiasmo nacionalista- que ponga en riesgo no ya el convenio, sino las relaciones entre ambos países.

El electorado español aprobó la permanencia en la OTAN con una serie de condiciones vinculantes, de las que la reducción de la presencia militar estadounidense -residuo de la vieja fórmula OTAN, sí; bases, no- era la más tangible. Hasta el punto de que, probablemente, el resultado de la consulta hubiera sido negativo de no haberse incluido esa condición. Los norteamericanos podrán evocar toda clase de argumentos estratégicos. Pero no pueden olvidar que ése es el fondo de la cuestión. Un fondo eminentemente político. Los negociadores españoles -y sería de desear que con el apoyo de todas las fuerzas políticas y centros creadores de opinión- cuentan con poco tiempo para tratar de hacer entender eso a sus interlocutores.

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