Tribuna:

Un debate que ha empezado mal

No se puede decir, ciertamente, que el debate sobre el posible desarrollo del Estado de las autonomías en sentido federal sea hasta ahora un debate modélico. Puestos a hacer, incluso se ha hecho sensacionalismo barato con el tema. Y al lado de algunos intentos serios de discusión y análisis ha habido bastantes dosis de superficialidad y denominalismo. En vez de situar las cosas en sus términos actuales, algunos analistas han hablado sólo del pasado. Otros han explicado que la propuesta es incompatible con la monarquía. En vez de estudiar los aspectos técnico-jurídicos de la cuestión -que son l...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

No se puede decir, ciertamente, que el debate sobre el posible desarrollo del Estado de las autonomías en sentido federal sea hasta ahora un debate modélico. Puestos a hacer, incluso se ha hecho sensacionalismo barato con el tema. Y al lado de algunos intentos serios de discusión y análisis ha habido bastantes dosis de superficialidad y denominalismo. En vez de situar las cosas en sus términos actuales, algunos analistas han hablado sólo del pasado. Otros han explicado que la propuesta es incompatible con la monarquía. En vez de estudiar los aspectos técnico-jurídicos de la cuestión -que son los que realmente importan- se ha hablado de ideologías y de conceptos que, como el de soberanía, nada tienen que ver con el asunto. Y, naturalmente, desde algunos sectores de la derecha y del centro se ha invocado el consabido peligro que corre la unidad nacional.Quizá la propuesta adolece de un doble error de partida. El primero es que el debate se ha hecho sólo por arriba, entre analistas más preocupados del punto y la coma que de la realidad de las cosas o entre dirigentes políticos absortos en otros problemas y condicionados por perspectivas a corto plazo. El segundo es suponer que el país está suficientemente maduro para el debate político y que por ello puede encajar serenamente la, utilización de una palabra tan cargada de connotaciones históricas como la palabra federal. De hecho, la principal aportación del proceso constituyente que culminó con la elaboración de la Constitución de 1.978 fue el intento de acabar con las querellas del pasado, de legitimar posiciones hasta entonces enfrentadas y de estabilizar un sistema capaz de integrar exclusiones que parecían insuperables. En definitiva, se trataba de dar un contenido laico a la vida política del país. Pero, por lo visto, el peso de nuestros demonios históricos es todavía inmenso y en cuanto se toca algún resorte escondido saltan con una fuerza increíble.

Puestas así las cosas, se trata de saber si todavía es posible encauzar el debate y sacar alguna conclusión operativa o no. A es las alturas, lo peor que podría ocurrir es que la cuestión se ventilase de manera administrativa, con dos o tres votaciones desangeladas, o dejándola diluir en un mar de propuestas programáticas de diversa índole. Y digo que esto sería lo peor porque, se quiera o no, el tema ha saltado a la opinión pública y ha provocado diversas tomas de posición. Detrás de esta discusión hay grupos e intereses políticos y la forma en que se resuelva les afectará a todos, de una manera o de otra. Y por más deficiente que haya sido el debate hasta ahora, lo cierto es que el fondo del problema es muy serio, pues se trata de establecer con claridad lo que se pretende hacer con el Estado de las autonomías en el futuro.

Sé perfectamente que en este tema se mezclan muchas cosas y que incluso se puede sostener que hoy no es el problema más acuciante frente a otros como el paro, el terrorismo, la reconversión industrial, el control de la inflación o la concertación social. Cabe pensar, incluso, que en el terreno autonómico el problema más grave es el del País Vasco y que la propuesta de desarrollo de las autonomías en sentido federal no lo resuelve del todo, por lo menos a corto plazo. Es igualmente problemático que una propuesta como ésta pueda ser operativa en un sistema de 17 comunidades autónomas, muy desiguales entre sí. Pero más allá de estas consideraciones, todas ellas serias y nada gratuitas, el problema del modelo de desarrollo futuro del Estado de las autonomías no se puede dejar de lado como si se tratase de una cuestión de plazo muy largo. Una cosa es que haya que tomar medidas inmediatamente; otra que se posponga la necesaria reflexión sobre lo que se quiere hacer y cómo.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

La expresión más clara y contundente de cuál es de verdad el fondo del asunto es, seguramente, la toma de posición del presidente de la Generalitat de Cataluña, Jordi Pujol, unas declaraciones publicadas recientemente en un rotativo barcelonés. Como es sabido, Jordi Pujol se ha manifestado totalmente contrario a la propuesta del Partit dels Socialistes de Catalunya de desarrollo de las autonomías en sentido federal. Y ha teorizado su oposición diciendo que un desarrollo de tipo federal sería gravemente perjudicial para Cataluña porque a Cataluña no le conviene el café para todos y si algo hay que federar en España son -según sus palabras- "...las nacionalidades históricas, es decir, Galicia, Euskadi, Cataluña y la nacionalidad mayoritaria, la que partiendo históricamente de Asturias, León y Castilla, ocupa el resto de la Península, excepto Portugal". La propuesta es perfectamente clara: las autonomías sólo tienen sentido para Cataluña, Euskadi y si se quiere Galicia, por aquello de las nacionalidades históricas. El resto, que se quede más o menos como está.

Es sabido que esta propuesta es compartida por otros sectores políticos, que hay gentes de derecha que consideran el Estado de las autonomías como un incordio y que hasta y sobra con un par o tres de autonomías, y que hay gentes de izquierda que en privado opinan lo mismo. Por eso es legítimo preguntarse si éste es o no el proyecto que se defiende de hecho cuando se rechaza de plano la propuesta de desarrollo del sistema de autonomías en sentido federal. O, para decirlo de otra manera, si se piensa que el modelo futuro ha de consistir en negociar caso por caso con los nacionalistas catalanes y vascos o la derecha gallega -o en neutralizarlos aprovechando sus divisiones- y en uniformizar a la baja el resto de las autonomías. A mi entender, ésta es una pregunta que las fuerzas de izquierda de este país no pueden eludir ni posponer.

Creo que la tentación existe y que es muy peligrosa. Y que si algunos sectores de la izquierda piensan que éste es el modelo cometen una gran equivocación, la equivocación que no se cometió precisamente al elaborar el título VII de la Constitución. Por eso considero que conviene meditar un poco sobre el sentido de la hostilidad manifestada por Jordi Pujol, porque en el fondo de ella no hay un modelo ni una propuesta de Estado, sino otra cosa. Si el presidente de la Generalitat se opone al posible desarrollo de las autonomías en sentido federal es porque lo, que le conviene es que la relación entre la Generalitat y el Gobierno central siga siendo una relación individualizada y conflictiva. El conflicto sistemático permite seguir cultivando la imagen de que Cataluña choca hoy como ayer con el mismo adversario exterior implacable. Al mismo tiempo, le permite eludir todas las responsabilidades propias, desviándolas hacia el poder central. Y, finalmente, la relación individualizada le permite cultivar, hacia adentro, la imagen de un enfrentamiento y una negociación de tú a tú con el Gobierno central. Por eso, cuando Jordi Pujol opina que: la propuesta de los socialistas de Cataluña es perjudicial para Cataluña lo que de verdad está diciendo es que es perjudicial para la hegemonía del proyecto que él y su partido defienden, bajo una ideología nacionalista.. Por esta misma razón, los nacionalistas vascos se han mostrado igualmente hostiles. Y no tardaremos mucho en ver cómo una serie de partidos regionalistas o de derecha tradicional descubren las posibilidades del pujolismo y desde las posiciones de poder regional que han conquistado recientemente se dedican a buscar el enfrentamiento sistemático con el poder central, a desviar sus responsabilidades hacia éste y a propiciar en todo caso la negociación de tú a tú.

Creo, por consiguiente, que si desde algunos sectores de la izquierda se cree que basta con negociar con dos o tres comunidades autónomas, caso por caso, y que el resto se puede controlar sin mayores conflictos con los mecanismos actuales se está cometiendo un grave error de perspectiva. Lo más probable es que ocurra precisamente lo contrario y que bajo la forma del nacionalismo o del regionalismo se multipliquen los conflictos entre comunidades autónomas y poder central, que serán de hecho conflictos entre la derecha y la izquierda. El peligro es, por consiguiente, que el Estado de las autonomías se convierta en instrumento de una creciente conflictividad entre partidos y con ello no sólo pierda efectividad y prestigio, sino que acabe paralizado.

La propuesta de desarrollo del sistema de autonomías en sentido federal no es desde luego una panacea contra todos los problemas actuales y futuros. Tampoco tiene nada que ver con problemas de soberanía ni de ruptiaras de la unidad territorial. Ni siquiera exige a corto y medio plazo una reforma de la Constitución. Tal como yo la veo es, básicamente, una propuesta de objetivación de las relaciones entre un poder central fuerte y, unas autonomías fuertes mediante un conjunto de organismos estables de cooperación y de colaboración inspirados en los que hoy funcionan en algunos Estados de tipo federal. El Estado de las autonomías tiene suficiente flexibilidad como para permitir la introducción en nuestro sistema de mecanismos de cooperación de este tipo, como lo demuestran los estudios más serios realizados ya en nuestro país y que valdría la pena consultar a fondo.

Se trata, pues, de discutir sobre los posibles modelos de desarrollo, una vez culminada la primera etapa de puesta en marcha de las comunidades autónomas. Uno nos lleva al conflicto sistemático y puede conducir de rechazo al reforzamiento del centralismo, frustrando de esta manera las posibilidades reformadoras del sistema de las autonomías. El otro puede objetivar las relaciones entre los poderes central y autonómicos sobre la base de responsabilidades compartidas, elevar el techo de las autonomías y evitar los agravios comparativos. Uno ya lo hemos conocido y practicado. El otro es problemático, pero está dando buenos resultados en otros países y se adapta bien a las exigencias, de una sociedad en transformación, como la nuestra.

No se cuál será el futuro del debate, aunque no me hago muchas ilusiones. Pero no quiero terminar sin expresar nuevamente el temor de que la cuestión se cierre por arriba con una decisión que desautorice a los proponentes y a los interlocutores. Si el tema se ve claro conviene encauzarlo y si no se ve claro conviene seguir discutiéndolo, porque el problema existe y es serio, y no debe ser marginado por las urgencias coyunturales, por importantes que sean.

Archivado En