Tribuna:

Un bárbaro anacronismo

Con toda seguridad, los lectores de EL PAÍS saben que Amnistía Internacional (Al) es la más importante de las organizaciones mundiales dedicadas a la defensa de los prisioneros de conciencia: aquellas personas que están en prisión, no por delitos violentos, sino porque, debido a sus convicciones políticas o religiosas o por su identidad étnica o racial, son consideradas como una amenaza para la seguridad de sus Gobiernos. La principal actividad diaria de Al en todo el mundo está relacionada con la protección de tales personas contra la tortura, preocupándose de que reciban asistencia mé...

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Con toda seguridad, los lectores de EL PAÍS saben que Amnistía Internacional (Al) es la más importante de las organizaciones mundiales dedicadas a la defensa de los prisioneros de conciencia: aquellas personas que están en prisión, no por delitos violentos, sino porque, debido a sus convicciones políticas o religiosas o por su identidad étnica o racial, son consideradas como una amenaza para la seguridad de sus Gobiernos. La principal actividad diaria de Al en todo el mundo está relacionada con la protección de tales personas contra la tortura, preocupándose de que reciban asistencia médica, visitas familiares y un juicio rápido asistidos por una defensa legal competente. Pero la organización también se opone por principio, contra la pena de muerte, con independencia del delito de que se acuse al detenido, y está actualmente intentando movilizar a la opinión mundial contra la práctica de la pena de muerte en EE UU.Estados Unidos es, entre todos los países industrializados avanzados del mundo, el que ha aplicado la pena de muerte con más frecuencia en los últimos 10 años. Aunque lo cierto es que en la década de 1960 estuvo a punto de ser abolida. La corriente social del Movimiento de los Derechos Civiles la presentó como un anacronismo bárbaro, y los abogados defensores y prestigiosos intelectuales del derecho están dejando cada vez más clara la enorme diferencia de criterios existente en su aplicación. La mayoría de los 50 Estados (cada uno de ellos con su propio código de enjuiciamiento criminal) abandonó las ejecuciones de los condenados, en tanto que una serie de recursos legales interpuestos contra las legislaciones de varios Estados se han abierto camino hacia las altas jerarquías de las cortes de apelación tanto estatales como federales.

En 1972, la Corte Suprema de Estados Unidos invalidó la práctica totalidad de las leyes estatales existentes, basándose en que los criterios para la aplicación de la pena variaban arbitrariamente de unos casos a otros. Algunos jueces mostraron también su susceptibilidad ante el hecho de que los ejecutados resultaban ser pobres o miembros de minorías raciales. En 1976, los Estados empezaron a remodelar sus legislaciones para hacerlas aceptables ante la Corte Suprema. En los nuevos estatutos, la pena de muerte se contemplaba sólo para "el asesinato con circunstancias agravantes", se distinguía entre el juicio propiamente dicho y la sentencia, y se estipulaba la revisión automática de todas las sentencias de muerte por las cortes de apelación del Estado. En la actualidad son 37 los Estados que mantienen la pena de muerte. Desde 1976 se han llevado a cabo 66 ejecuciones, y hay unos 1.800 prisioneros en esos 37 Estados que esperan la ejecución.

El recurso renovado a la pena de muerte producido desde 1976 refleja más un contexto político menos humano que una verdadera mejora en las normas de aplicación. Dejando de lado la cuestión de si la pena de muerte puede estar justificada en alguna circunstancia, para mí es evidente que nunca puede aplicarse con igualdad de justicia a todos los posibles acusados. En primer lugar está el problema de la existencia de 50 legislaciones distintas en la Unión Federal, con solamente una Corte Suprema federal para solucionar las contradicciones; algo que la corte puede tener o no la oportunidad de hacer. Los fiscales, jueces y jurados tienen que decidir por ellos mismos sobre lo que son circunstancias agravantes en un determinado asesinato. Los fiscales tienen libertad sobre la petición de la pena de muerte; es el deber de los jueces ofrecer su propia interpretación de esa libertad, y el jurado debe sopesar lo que esos dos funcionarios han dicho. Todo acusado tiene derecho a ser legalmente asesorado, pero no todos pueden pagar abogados de elección propia y de reconocida competencia. Finalmente, la acusación tiene el derecho de preguntar a los posibles jurados si se oponen a la pena capital, y pueden rechazar a aquellos que manifiestan dudas sobre tal pena. Muchos abogados han señalado que ese procedimiento tiende a establecer un clima de incertidumbre en favor de la solicitud de la pena de muerte. Además de todos los factores mencionados queda el fuerte prejuicio racial latente, que puede ilustrarse claramente con los datos siguientes: aproximadamente la mitad de las víctimas de asesinatos eran blancos, y la otra mitad, no blancos. Pero 59 de las 66 ejecuciones consumadas en los pasados 10 años han sido por asesinatos en los cuales las víctimas eran blancas.

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Hubo lectores de mis últimos artículos sobre el problema vasco y el tenia lingüístico que me han criticado por no dejar mis opiniones suficientemente claras. Espero que en el caso actual no quede duda alguna. El hecho de que la mayoría de los ejecutados sean pobres o no blancos me es suficiente para llegar a la conclusión de que la aplicación actual de la pena de muerte es monstruosamente injusta. También rechazo la tan manida justificación de que la pena de muerte es disuasoria. Un estudio de los años 19071964 sobre las tasas de homicidios en el Estado de Nueva York muestra un promedio de dos homicidios adicionales en el mes siguiente a una ejecución. Florida y Georgia, dos de los Estados que en la actualidad utilizan con más frecuencia la pena de muerte, experimentaron un ligero aumento en las tasas de homicidios después de la reanudación de las ejecuciones, en 1979. Las cifras implicadas no son suficientes como para ser concluyentes, pero, al menos para mí, sugieren que la utilización oficial de la muerte por la sociedad organizada tiene más una influencia embrutecedora que disuasoria.

Me preocupa también el efecto embrutecedor que la pena capital ejerce sobre quienes toman parte en todo ese proceso macabro. Fiscales, jueces y jurados deben mentalizar se durante semanas y meses para votar la muerte de un semejante. Decenas de guardias, durante un período de meses y años de recursos, deben atender a las necesidades diarias de los condenados. Electricistas y fontaneros deben preparar las tecnologías adecuadas. Los médicos deben certificar antes que el condenado goza de una salud suficientemente buena como para ser ejecutado, y certificar después el momento de la muerte. Así pues, la pena de muerte distorsiona la cualidad humana de todos cuantos están relacionados con su aplicación.

Traducción: Leopoldo Rodríguez Regueira.

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