Prensa y poder, a la greña en Londres

Dos grandes diarios boicotean la información del portavoz del Gobierno

Si una de las reglas implícitas de la información exige que los periodistas no sean protagonistas de la noticia, un reciente conflicto entre el Gobierno del Reino Unido y algunos de los columnistas políticos de ese país bien pudiera constituir una excepción, dado el interés que ha suscitado el enfrentamiento entre la Prensa y el poder. Dos de los diarios más importantes del Reino Unido se han atrevido recientemente a cuestionar el sistema que regula el flujo de información oficial / oficiosa que procede del número 10 de Downing Street, residencia-símbolo de la jefatura del Gobierno.

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Si una de las reglas implícitas de la información exige que los periodistas no sean protagonistas de la noticia, un reciente conflicto entre el Gobierno del Reino Unido y algunos de los columnistas políticos de ese país bien pudiera constituir una excepción, dado el interés que ha suscitado el enfrentamiento entre la Prensa y el poder. Dos de los diarios más importantes del Reino Unido se han atrevido recientemente a cuestionar el sistema que regula el flujo de información oficial / oficiosa que procede del número 10 de Downing Street, residencia-símbolo de la jefatura del Gobierno.

Los comentaristas políticos del diario The Guardian, que representa de modo amplio a la oposición, así como del recientemente creado The Independent, de centro derecha y próximo a los medios financieros de la City, intentaron a finales del pasado año romper la norma de la administración político-informativa.Según esta norma, el secretario de Prensa de la primera ministra, Bernard Ingham, celebra a diario una conferencia de prensa, pero con una característica peculiar: nada de lo que en ella se diga le es directamente atribuible. Esta curiosa tradición era respetada habitualmente por los principales informadores especialistas en política, unos 130 periodistas cualificados de los más prestigiosos medios de comunicación británicos.

Incomodado por diversas situaciones informativas incompatibles con la norma de no citar la fuente, el pasado mes de diciembre, ese grupo de informadores debatió y votó su posible supresión. Pero por el escaso margen de 67 a 55 votos la moción fue derrotada y así las aguas informativas volvieron aparentemente a su cauce con un suspiro de alivio de Ingham, quien había amenazado con suprimir esas conferencias de prensa si ganaba la propuesta contestataria.

De todos modos, según los periodistas de ese grupo, después del controvertido debate las conferencias de prensa cotidianas no han vuelto a ser las mismas y, aunque los corresponsales políticos de The Guardian y de The Independent las boicotean, Ingham se muestra más cauto y reservado en la información que proporciona. Justifica su actitud en que ya no está seguro en un ambiente en el que casi la mitad ha votado contra su sistema.

Por su parte, los cronistas críticos han diversificado en sus columnas sus fuentes gubernamentales y aseguran que así equilibran el contenido de la información. De forma más o menos velada, ambos denuncian que la famosa norma de no citar la fuente sirve para enmascarar las noticias auténticas con intoxicaciones.

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El conato de revolución palaciega se produjo en las postrimerías de 1986, año que ha sido pródigo en sobresaltos para el Gabinete de Margaret Thatcher. El año político se inició con el escándalo de los helicópteros Westland, que costó la dimisión de dos ministros; y, después de otros avatares y turbulencias, siguió con el calvario del secretario del Gabinete, sir Robert Armstron. Éste fue crucificado durante varias semanas, en noviembre y diciembre, en un juzgado de Sidney, al intentar detener judicialmente, en nombre del Gobierno británico, la publicación de las memorias de Robert Wright -un ex funcionario del MI-5, el servicio de espionaje británico-, cuyo contenido es altamente embarazoso para Thatcher.

Abuso reiterado

En este marco resulta más comprensible que los nervios de algunos periodistas y los de la secretaría de Prensa de la primera ministra británica traicionasen la tradicional flema británica. Máxime cuando sus ministros y representantes más conspicuos se han estado amparando en la regla del secreto oficial para proteger la seguridad del Estado. El abuso reiterado de este principio explica en parte la crisis que, sin dejar de ser una tormenta en un vaso de agua, ha sentado un precedente interesante de objeción al presente statu quo informativo.

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