Editorial:

La sangre del 'rock'

EN LOS últimos tiempos, los conciertos de rock se están convirtiendo demasiado frecuentemente en materia de las crónicas de sucesos. Los enfrentamientos en el rockódromo durante las pasadas fiestas de San Isidro, los disturbios protagonizados por los seguidores barceloneses de Scorpions y la fatídica pelea ocurrida en el concierto madrileño del mismo grupo son hechos que alarman: un acontecimiento musical se tiñe de sangre, y parece que acudir a esos actos implica arriesgarse a una sorpresa desagradable; una triste reputación para un género que convoca regularmente a grandes mult...

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EN LOS últimos tiempos, los conciertos de rock se están convirtiendo demasiado frecuentemente en materia de las crónicas de sucesos. Los enfrentamientos en el rockódromo durante las pasadas fiestas de San Isidro, los disturbios protagonizados por los seguidores barceloneses de Scorpions y la fatídica pelea ocurrida en el concierto madrileño del mismo grupo son hechos que alarman: un acontecimiento musical se tiñe de sangre, y parece que acudir a esos actos implica arriesgarse a una sorpresa desagradable; una triste reputación para un género que convoca regularmente a grandes multitudes en reuniones pacíficas y gozosas.Con las estadísticas en la mano, los promotores de estos conciertos aseguran que los incidentes son la excepción y no la norma, y que de cualquier modo el rock no ha provocado tragedias comparables a las que han tenido por escenario los campos de fútbol. Eso no debe impedir la reflexión sobre esa sombra de violencia que acompaña al rock y que rara vez mancha otras músicas de nuestro tiempo. Con anterioridad a 1975 eran raros en España los recitales de rock, y en la última década se han hecho grandes esfuerzos por parte de los organizadores para normalizar la situación. Sin embargo, los servicios de seguridad todavía parecen más orientados a evitar el cuele masivo que a garantizar la tranquilidad de unos asistentes que parecen carecer de todo derecho ante la organización. El bienestar de estos espectadores es una utopía, dado que el lugar de cita suele ser un recinto deportivo tan insalubre como inadecuado en términos de sonoridad y seguridad. Los auditorios polivalentes que cubren esta demanda social en otros países son aquí meros proyectos que duermen en los despachos de los responsables del equipamiento cultural.

A pesar de todo, el rock sigue siendo un imán irresistible para centenares de miles de españoles. En muchos casos el cartel de la noche no es más que una excusa para la concentración de una determinada tribu urbana. Se sabe el origen de estos fenómenos: los líderes de los estilos más definidos exhiben vestimentas, peinados, poses y actitudes vitales que son adoptados con fervor por buena parte de su público. Un mimetismo inofensivo: con inciertas perspectivas de independizarse mediante un puesto de trabajo, estos adolescentes encuentran solidaridad e identidad en sectas reconocibles universalmente, paradójicos desafíos ante la tendencia hacia la homogeneización del tiempo presente.

Entre las diferentes familias que coexisten en el universo juvenil, la de los heavies es una de las más numerosas y registra gran implantación en los barrios obreros. Afectados por la crisis económica, con escaso acceso a los bienes culturales, tienen motivos para sentirse marginados tanto en sus expectativas sociales como en el tratamiento que recibe su música, poco presente en los grandes medios de comunicación. Su mitología particular se nutre de grupos de largas melenas y atuendos desafiantes que cultivan actitudes heroicas y desgranan historias apocalípticas o alardes amorosos a caballo de ritmos intensos tocados a gran volumen. La iconograrla del heavy rock suele apoyarse en imágenes agresivas, una violencia estética que se resuelve en una experiencia catártica. La audiencia acepta gozosamente ser aplastada por los decibelios, lo que ayuda a que éstos sean conciertos libres de sustos. Los adeptos al heavy son especialmente fieles y reverentes ante sus ídolos y desean disfrutar plenamente del espectáculo, en cuya participación tal vez han invertido sus escasos ahorros. Pero también hacen acto de presencia -y esto no es exclusivo del heavy- los que abusan de bebidas alcohólicas o de drogas, o de ambas cosas, con las que pretenden intensificar el ansiado asalto de luces y sonidos.

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Una mezcla peligrosa: hacinados en espacios agobiantes, cualquier disputa tonta puede desencadenar una pelea. Las responsabilidades, incluso en hechos tan irreparables como los del pasado viernes en el estadio del Rayo Vallecano, trascienden la esfera del rock y plantean amargas cuestiones respecto a una sociedad que no ofrece futuro a los sectores juveniles más desfavorecidos.

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