Editorial:

El escaparate de la cultura

HUBO UN tiempo en que se podían hacer justas críticas sobre la mezquindad del dinero estatal dedicado a la cultura. Ahora, sin embargo, cunde una considerable inquietud por su despilfarro. Pero no es tanto la cantidad invertida lo que suscita preocupación como los destinos a los que se aplica. La pobreza en las infraestructuras, en la creación de receptores y en la distribución del hecho cultural siguen siendo las mismas, pero se cultiva el acontecimiento. Eso hace sospechar que se trata de un gasto que beneficia a quienes lo administran, en forma de prestigio personal o de operación política,...

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HUBO UN tiempo en que se podían hacer justas críticas sobre la mezquindad del dinero estatal dedicado a la cultura. Ahora, sin embargo, cunde una considerable inquietud por su despilfarro. Pero no es tanto la cantidad invertida lo que suscita preocupación como los destinos a los que se aplica. La pobreza en las infraestructuras, en la creación de receptores y en la distribución del hecho cultural siguen siendo las mismas, pero se cultiva el acontecimiento. Eso hace sospechar que se trata de un gasto que beneficia a quienes lo administran, en forma de prestigio personal o de operación política, lo cual, en materia de dinero público, pueden rozar lo escandaloso.El acontecimiento cultural, como contraposición a la creación de cultura real, es un hecho repetido. Se atiende a la elaboración del acontecimiento. Y la elección de nombres y sucesos aprovechables, el lanzamiento publicitario, la exhibición de la gala, el estreno o la inauguración, el uso de la televisión, predeterminan el suceso. Puede suceder, por poner el ejemplo del teatro, que el derroche lo haga una autonomía -la de Madrid, con La reina del Nilo, utilizando corrientes de posmodernidad, de movida, de nombres con prestigio-; un municipio -el de Madrid, también, con El concierto de San Ovidio, de Buero Vallejo, o el Estado -El jardín de los cerezos, con su vieja aura prerrevolucionaria y la posibilidad de crear un monumento de hierro y cristal para asombro de todos-. En el fondo, la cuestión de estilo y comportamiento político supera las divisiones administrativas o jurisdiccionales, de las que sólo queda una lucha interna por arrebatarse hegemonías.

Autonomías, municipios y ministerios se entregan con fruición a este estilo. Buscan en los incesantes festivales de música, cine y teatro la impresión y el contento de minorías, mientras la capacidad de recibir la cultura no se está creando en las escuelas. Puede traerse un cuadro de Goya, pero la Real Academia de Bellas Artes tiene cerrada su colección -probablemente la que sería la segunda en importancia de España- porque no hay presupuesto para bedeles y vigilantes. Pueden sufragarse óperas con divos y escenógrafos de lujo, pero los alumnos de la escuela de Arte Dramático no encuentran 500.000 pesetas para representar en público su montaje de fin de curso. Las aulas de esa escuela, las de los conservatorios españoles, son polvorientas, frías y abandonadas, y se rechazan alumnos porque no hay plazas. En los colegios no existen verdaderas clases de música, de literatura, de pintura; y en las bibliotecas no hay siquiera bibliotecarios.

Mientras se producen esta serie de deficiencias que asimilan la situación a un abandono total, las cabezas principales en todos los organismos de cultura pública, sea cual sea su dependencia, están convertidos en auténticos creadores de imagen; fabricantes en fin de acontecimientos de rentabilidad política para sus jefes. Vista la situación y la rapidez e intensidad con que se extiende cabe interrogarse sobre la idea que en los administradores de estos fondos públicos queda de su reponsabilidad social y del concepto mismo de cultura.

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