Tribuna:

Conciencia cósmica

Desde el Renacimiento hasta nuestros días, la historia del progresivo descubrimiento del universo ha sido también la historia del sucesivo derrocamiento de la ingenua cosmovisión antropocéntrica, que hacía de nosotros, los hombres, el ombligo del mundo.Pocas convicciones tan sólidas mantenían nuestros antepasados como la creencia de que su habitáculo, la Tierra, era el centro del universo, en torno al cual giraban el Sol, los planetas y las estrellas fijas. De ahí el tremendo impacto que tuvo en su tiempo la revolución copernicana, que convertía a la Tierra en otro planeta más, girando como lo...

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte

Desde el Renacimiento hasta nuestros días, la historia del progresivo descubrimiento del universo ha sido también la historia del sucesivo derrocamiento de la ingenua cosmovisión antropocéntrica, que hacía de nosotros, los hombres, el ombligo del mundo.Pocas convicciones tan sólidas mantenían nuestros antepasados como la creencia de que su habitáculo, la Tierra, era el centro del universo, en torno al cual giraban el Sol, los planetas y las estrellas fijas. De ahí el tremendo impacto que tuvo en su tiempo la revolución copernicana, que convertía a la Tierra en otro planeta más, girando como los demás en tomo a un centro no humano del mundo, el Sol. Pero al menos había un centro y nosotros no estábamos tan lejos de él. Pero luego resultó que tampoco el Sol era el centro del mundo, sino una estrella cualquiera de entre los 100.000 millones de estrellas que componen nuestra galaxia, que a su vez no es sino una más entre los muchos miles de millones de galaxias que hay en el universo, que en cualquier caso carece de centro.

Completamente derrotado en astronomía y cosmología, el antropocentrismo halló refugio en la biología, recreándose en subrayar el presunto abismo que separaba a la especie humana -producida a imagen y semejanza de Dios- del resto de los animales. De ahí la irritación que produjo la revolución darwinista, que convertía a la humanidad en otra especie animal más, fruto del mismo proceso de evolución biológica que las otras. Luego se han ido comprendiendo mejor los mecanismos de mutación genética, recombinación sexual y selección natural que han producido la asombrosa variedad de los organismos que componen la biosfera. Cada especie es única e irrepetible, pero unas especies están más o menos emparentadas con otras. Las hormigas son muy distintas de las abejas, pero ambas están mucho más emparentadas entre sí que con las ballenas o los caballos. Tanto el registro fósil como el análisis bioquímico confirman que todos los organismos estamos de algún modo emparentados, y que en algunos casos, como el de los gorilas, los chimpancés y los seres humanos, el parentesco es estrechísimo.

Destronado del ámbito astronómico y del biológico, el antropocentrismo se mantuvo todavía un tiempo en la psicología. Pero los progresos combinados de la etología y la neurofisiología han mostrado más y más estructuras y mecanismos psicológicos comunes a los animales superiores. Incluso la sociobiología ha venido a descubrir ciertos rasgos comunes a todo tipo de sociedades (animales o humanas), uniéndose así a lo que Manuel Sacristán llamaba últimamente el incremento de cosmicidad en las ciencias sociales. Algunos de estos desarrollos recientes son todavía inseguros y están sometidos a discusión. Pero aquí no me interesa entrar en detalles, sino sólo señalar la dirección general del proceso: cuanto más hemos ido aprendiendo acerca del universo y de nosotros mismos, tanto más nos hemos visto forzados a abandonar el ingenuo y arrogante antropocentrismo del pasado y a adoptar una actitud a la vez más sabia, más reverente y más realista hacia el resto de la naturaleza.

Haz que tu opinión importe, no te pierdas nada.
SIGUE LEYENDO

Tras la bancarrota científica del antropocentrismo, ¿podría éste encontrar un último e inexpugnable baluarte en el dominio de la moral? Darwin pensaba que no. En su libro El origen del hombre, Darwin describe cómo los instintos sociales congénitos de simpatía y compasión hacia los miembros conocidos de nuestra propia familia se van luego extendiendo progresivamente a toda la tribu, e incluso a la multitud de desconocidos de la propia nación, por influjo de la cultura. Darwin creía que esta etapa nacionalista es todavía bastante primitiva y, en cualquier caso, provisional. "Una vez llegados a este punto, sólo una barrera artificial impide que nuestras simpatías se extiendan a los hombres de todas las naciones y razas... La simpatía más allá de los confines humanos, es decir, la humanidad hacia los otros animales, parece ser la última de las adquisiciones morales... Esta virtud, una de las más nobles de que está provisto el ser humano, parece surgir incidentalmente al hacerse nuestras simpatías cada vez más tiernas y más ampliamente difundidas, hasta llegar a abarcar a todos los seres capaces de sentir".

Creo que Fernando Savater estaría de acuerdo con Darwin y conmigo en la conveniencia de extender nuestros sentimientos y responsabilidades morales más allá de los límites provincianos del nacionalismo y el racismo, hasta abarcar a la humanidad entera en un consecuente ideal cosmopolita. Pero en sus artículos El alma de los brutos y Los gorilas como pretexto parece encontrar serias dificultades en admitir lo que Darwin llama "la última de las adquisiciones morales" y en superar el antropocentrismo moral. Mientras unos profesores de ética se resisten a ese salto, otros no vacilan en darlo, como bien claro quedó en el simposio internacional de biólogos, antropólogos y filósofos celebrado en Palma de Mallorca el pasado diciembre. Unos y otros -y desde luego Fernando Savater- merecen mi respeto y la atención a sus razones y argumentos. Es evidente que la reflexión sobre estos temas está aún en mantillas y que todavía estamos bien lejos de haber alcanzado sobre ellos una claridad definitiva.

La naturaleza crea átomos y células, pero no derechos ni responsabilidades. Los derechos naturales no existen. Sólo hay derechos convencionales, establecidos por la voluntad de los hombres. Somos nosotros los que podemos elegir conferir o no conferir ciertos derechos a los niños, o a los adultos, o a los chimpancés, o a los urogallos. Según qué derechos establezcamos, viviremos en uno u otro mundo. Y si puedo votar, yo voto por un mundo en el cual todos los seres vivos tengan algunos derechos (por ejemplo, a no ser gratuitamente torturados). Muchos votaríamos también a favor de que ninguna especie pueda ser puesta en peligro de extinción, excepto en el caso de los microbios portadores de enfermedades infecciosas. El que amemos a todos los animales no nos impide amarnos aún más a nosotros mismos. Yo no soy budista, y no vacilaría en matar al mosquito que trata de picarme. Pero los conflictos entre derechos se plantean a todos los niveles. La mujer que ha quedado embarazada contra su voluntad tiene un derecho superior a disponer de su propio cuerpo y a abortar, si así lo decide, que el derecho que tiene el embrión a desarrollarse, o al menos ésa es la convención que a mí me parece más civilizada, aunque en este país las mujeres y los animales sigan teniendo menos derechos de los que a mí me gustaría que tuviesen.

No somos hijos de los dioses. Somos nietos de los monos arborícolas y primos de los chimpancés. Y a mucha honra. No somos el ombligo del mundo, pero nuestra curiosidad y nuestra simpatía se extienden por doquier. No pongamos fronteras a nuestra ansia de conocer ni diques artificiales a nuestra ansia de amar. Sintámonos a gusto en nuestra propia piel, inmersos en la corriente de la vida y en gozosa comunión con el universo entero. En la lucidez incandescente de la conciencia cósmica se esconde la promesa de la sabiduría y la felicidad.

Archivado En