Tribuna:

El redescubrimiento de las Indias

Las dos preocupaciones dominantes en el Congreso de Intelectuales de La Habana, celebrado a fines de noviembre, eran la derivada del tema de la deuda externa, y en segundo lugar, sin duda a mucha distancia, la de la amenaza de celebración del quinto centenario del llamado descubrimiento de América. La obsesión por la deuda externa merece 5.000 capítulos aparte, pero el asunto de la organización en curso del redescubrimiento de América o de las Indias se ajusta al recorrido de un artículo sin intención de abuso. En una de las ponencias del congreso se llegó incluso a solicitar una conden...

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Las dos preocupaciones dominantes en el Congreso de Intelectuales de La Habana, celebrado a fines de noviembre, eran la derivada del tema de la deuda externa, y en segundo lugar, sin duda a mucha distancia, la de la amenaza de celebración del quinto centenario del llamado descubrimiento de América. La obsesión por la deuda externa merece 5.000 capítulos aparte, pero el asunto de la organización en curso del redescubrimiento de América o de las Indias se ajusta al recorrido de un artículo sin intención de abuso. En una de las ponencias del congreso se llegó incluso a solicitar una condena expresa del intento de celebración del quinto centenario, que es algo así como pedir que 1992 no exista en el calendario. Otras voces, igualmente latinoamericanas pero más sensatas, hablaron de vigilar de cerca el sentido de esa celebración. Y en ese juego cruzado de recelos, los españoles, en general, éramos los temidos anfitriones de lo que podía llegar a ser un agravio contra las conciencias más avanzadas de América Latina.A estas lejanías y bajuras de la celebración aún no hay un criterio oficial, estatal, nacional sobre el sentido de la celebración. Desde la perspectiva española van a entrar en litigio tres concepciones diferenciadas del descubrimiento: la nacional-católica racista, la de la izquierda antiimperialista y un intento de síntesis, quizá protagonizado por la jerarquía del PSOE, que trate de proponer una epopeya autocrítica, pero epopeya al fin. En el supuesto caso de que, en línea con los radicales latinoamericanos, la izquierda española abogara por la no celebración de ese aniversario, la derecha se apropiaría de él y aquella historia de víctimas y verdugos se convertiría en un gigantesco mural de héroes e insuficientes indígenas redimidos de su barbarie por la fe cristiana. La solución nacional o de Estado se puede negociar entre Felipe González y Fraga Iribarne un día de estos y propiciar una cantata conjunta a Hernán Cortés y Moctezuma o a Pizarro y Atahualpa, a estrenar en el Valle de los Caídos mientras suenan a lo lejos las sirenas del Azor. Una consecuente actitud antiimperialista conllevaría el autoflagelamiento del pueblo español contemporáneo por desmadres imperialistas perpetrados por lejanísimos abuelos. De privar la concepción de la derecha se perpetraría un nuevo agravio, un tanto pueril, sin otro resultado práctico que un despliegue de peinetas y mantillas el día en que se celebre. Ni siquiera aquellas viejas hazañas van a llenar de aire patriótico los pulmones de la juventud más joven, totalmente convencida de que la historia empezó el día en que se juntaron los Beatles y depende hoy por hoy de la evolución que sigan los Duran Duran y el movimiento neorromántico del rock. De imponerse el consenso por razones de imagen histórica de estado se desaprovecharía una ocasión de terapia de la conciencia colectiva y se reforzaría la tendencia al parche de la conciencia social, perdiendo otra oportunidad de crear un proyecto de conciencia histórica avanzada y coincidente entre la España democrática y las vanguardias transformadoras de América Latina.

Por su parte, los latinoamericanos más críticos aplican un análisis maximalista y pueril, que llevaría a una inútil petición de excusas del Gobierno de Madrid por lo que el Estado español hiciera en las Indias entre 1492 y 1898, y retoman la bandera del indigenismo, que al parecer fue, cuando no exterminado, sí suficientemente agredido sólo por el imperialismo español. La mayor parte de los portavoces de esta actitud son criollos descendientes de criollos, herederos de las consecuencias de la victoria del criollismo sobre el imperialismo español. Desde estos sectores indigenistas se ha ejercido una justa crítica contra la metrópoli, pero se suele operar desde la falsa conciencia de que la condición indígena actual es hija sólo de la historia imperial y no de la explotación posespañola perpetrada por los bloques dominantes criollos. Puede incluso resultar un sarcasmo, pero no por ello menos cierto, que el aparato ideológico antiimperialista y pro indigenista de la izquierda criolla haya sido adquirido merced a la excelente educación que han podido recibir gracias a la explotación que sus padres, abuelos, etcétera, siguieron ejerciendo sobre los indígenas desde el día siguiente de la marcha de los españoles.

Practicar la morbosa ucronía de ajustarle las cuentas al imperialismo español puede distraer del objetivo realmente histórico, por lo que tiene de lucha hacia el futuro y por el futuro, de ajustar las cuentas al imperialismo y a todo sistema de dominación que impida la emancipación individual y colectiva. El Gobierno español en ejercicio de 1992 no puede prestarse a una grotesca farsa redescubridora ni a un sí pero no o no pero sí. Si realmente ese Gobierno tuviera visión de Estado optaría por obviar la epopeya y convertir 1992 y todo lo que significa en un tiempo y espacio de encuentro entre todas las conciencias españolas y latinoamericanas que luchan o apuestan por la emancipación. Incluso la inevitable retórica que conlleva celebrar cualquier cosa, sea un bautizo, un entierro o un quinto centenario, podría aplicarse a un canto de unidad hacia el futuro, sin que esa dosis de inevitable retórica excusara hacer un trabajo de aprehensión seria de lo realmente contemporáneo: situación de las actuales relaciones de dependencia, condición de la población indígena superviviente a 500 años de explotación y marginación, el papel de la alianza reaccionaria entre oligarquía y nuevo imperialismo para perpetuar el subdesarrollo latinoamericano, la manera de corresponsabilizarse el Estado español y los Estados latinoamericanos parademocráticos en una lucha hacia la democracia profunda y total del futuro.

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Antes de la llegada de la democracia a España, la retórica nacional-católica-racista campó por sus respetos y apenas si consiguió otras alianzas ultramarinas que unos cuantos académicos de la lengua y otros tantos dictadores impresentables. El contenido retórico ha cambiado, pero no la música. La retórica sigue siendo retórica y no ha bastado que el Instituto de Cultura Hispánica cambiara de nombre para que las relaciones de conocimiento se alteraran sustancialmente. Madrid y algunos escenarios colombinos y paracolombinos se han convertido en escaparates de una política escaparatista que carece, para empezar, de los presupuestos económicos necesarios con que desarrollar una auténtica labor de intercomunicación entre España y las Américas. Pero no sólo se carece de presupuestos económicos, sino también de presupuestos culturales válidos para una interacción de futuro. Mucho me temo que de cara a la celebración del quinto centenario sobrevuele sobre la tentación de rememoración imperialista el eslogan De entrada, no, y que a la hora de la verdad se imponga el De salida, tampoco y nos quedemos dando vivas a Pizarro y a Atahualpa, a Bolívar y a Morillo, a Martí y a Weyler.

Al fin y al cabo, después de 1992 vendrá el 2492 y tal vez, tal vez entonces, la celebración del primer milenario nos pille a todos más maduros.

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