Tribuna:SOBRE LA AUTORIDAD DEL PAPA

El grito de la razón

Yo me siento católico -cristiano universal- como el cristiano Justino, que veneraba el pensamiento pagano; o como Tomás de Aquino, que ponía la razón como base de la creencia y llegaba a decir que quien aceptase a Cristo contra su propia conciencia, pecaba; o como Tomás Moro, que se opuso -por seguir su opinión- a los obispos ingleses; o como el cardenal Newman, que llegó al catolicismo Poniendo como regla primordial de su vida la propia conciencia, y -por eso- decía que "si el Papa se proclamara contra la conciencia, se suicidaría".Y procuro inspirar -como otros españoles que todavía somos cr...

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Yo me siento católico -cristiano universal- como el cristiano Justino, que veneraba el pensamiento pagano; o como Tomás de Aquino, que ponía la razón como base de la creencia y llegaba a decir que quien aceptase a Cristo contra su propia conciencia, pecaba; o como Tomás Moro, que se opuso -por seguir su opinión- a los obispos ingleses; o como el cardenal Newman, que llegó al catolicismo Poniendo como regla primordial de su vida la propia conciencia, y -por eso- decía que "si el Papa se proclamara contra la conciencia, se suicidaría".Y procuro inspirar -como otros españoles que todavía somos creyentes- mis convicciones religiosas en la enseñanza tradicional de que soy "hombre y debo obrar como hombre; y al ser racional debo vivir racionalmente: y todo el fundamento de la moral natural está en esta proposición. La misma moral cristiana no cambia esencialmente este planteamiento del problema moral". Así lo enseñaba el padre M. S. Gillet, superior general de los dominicos, hace pocos años.

Por ese motivo, si algunos obispos -o el Papa mismo- me enseñan algo, no puedo abdicar de esta enseñanza esencial de mi religión para entender lo que me dicen; y a pesar de lo que proclaman en sus discursos, homilías o artículos algunos eclesiásticos tiralevitas del episcopado y del papado, que propugnan en la práctica una odiosa papolatría, no me puedo sentir impresionado por sus palabras, ni si quiera por los anatemas y excomuniones que todavía blanden sobre las cabezas de los fieles, abusando manifiestamente de su autoridad evangélica, que debe estar inspirada en el amor y la tolerancia y no en la coacción ni imposición.

He aprendido que el catolicismo ideal manifiesta "su simpatía por todo lo que es propio de la naturaleza humana", como me enseñó nace 40 años el teólogo patólico Karl Adam. Porque la gracia -decían los escolásticos- no destruye la naturaleza, sino que en ella se apoya y la perfecciona. Sé también que incluso "el hombre que ha incurrido en el error debe obedecer únicamente a su conciencia", según expresó ese teólogo alemán, ya que "el ejercicio de la autoridad presupone el respeto a la conciencia".

Reflexión de la fe

¿Por qué, entonces, se empeñan algunos obispos y sus sumisos portavoces en ocultar este principio esencial del auténtico catolicismo tradicional y mantienen en cambio el de quienes resultan ser la voz de su amo, abdicando de su condición de teólogos en el sentido único que puede tener esta palabra de ser reflexión de la fe, de ser obsequio razonable y no ciega sumisión?

¿Hace falta pasar por la camisa de fuerza de sus estrechos títulos académicos para poder el creyente usar de su razón, analizar y convencerse racionalmente del fundamento de su propia fe y de las palabras de quienes están en la cúspide de la organización eclesiástica?

Hace unos años cité aquí a Pío XII, lo mismo que al cardenal Segura y al padre S auras, OP (que no habían perdido, como ocurre ahora, el sentido auténtico de la tradición católica) para aclarar que todo seglar puede y debe hacer teología, o sea, reflexión personal de su fe, que no es ni puede ser exclusiva de los que -apartados del mundo- no tienen la experiencia y la independencia humana que tenemos los seglares.

Mirar sin ira

Son muchos, si miramos hacia atrás sin, ira, los personajes católicos hoy ensalzados por esos mismos obispos y eclesiásticos, porque les conviene su postura socialmente avanzada, como la del prelado alemán Ketteler, olvidando decir todo lo que enseñaron y que tan oportuno sería que aplicaran hoy los fieles católicos.

Decía este obispo del siglo pasado: "La Iglesia... en todas sus escuelas enseña como un axioma que no es posible creer lo que la razón condena" . Y recuerda cómo, por el contrario, Lutero -a pesar de su libre examen- tenía demasiada suspicacia doctrinal contra la razón y la naturaleza humanas; y, por ello, el moderno racionalismo protestante "reivindica ahora para la razón y la libertad una independencia absoluta en su reacción, legítima en ciertos aspectos, contra la antigua ortodoxia protestante". Según santo Tomás, el católico debía morir antes excomulgado, si la autoridad eclesiástica le condenaba, que ir contra su conciencia (citado por A. Hartmann, SJ). Y recordaba por eso Ketteler que no estamos obligados a creer ni obedecer todo lo que "os dicen vuestros obispos y sacerdotes". Lo que ocurre es que estas enseñanzas quedan en la práctica eclesiástica en las nubes. Y muchas veces ni siquiera se recuerdan ni predican a los fieles, ocultándolas como oro en paño para que no podamos usar los hombres de la calle de nuestra legítima condición racional.

Yo estoy orgulloso de estas enseñanzas tan respetuosas de lo que es el hombre, pero al querer aplicarlas me siento -y se sienten muchos católicos- constreñido directa o indirectamente por el aparato eclesiástico, que utiliza todavía toda suerte de presiones, más o menos solapadas, para evitar que hablemos en los medios de comunicación social como católicos. No les importa gran cosa que los que se declaran acatólicos hablen a su modo; pero que un católico lo haga, eso no les resulta fácilmente tolerable, y no será la primera vez que han intentado poner trabas para que no ejerzan la libertad de expresión que consagra nuestra Constitución.

La lucha continua

Pero no nos desanimemos; sigamos luchando, convencidos de que la doctrina que predicó el Evangelio es doctrina de respeto al hombre y a sus facultades personales, y no la que a veces -demasiadas veces- propugnó el afán inquisitorial de la Iglesia, la cual es algo más que los cuadros dirigentes visibles, pues es la comunidad de todos los fieles, como proclamó san Agustín y repitió el Concilio Vaticano II, para recuerdo de todos -altos y bajos- en ella. El mismo sensus fidelium es algo más importante que el hablar cansino, machacón y obsoleto de algunos que pretenden mandar a troche y moche sobre nosotros.

Enrique Miret Magdelena es escritor, teólogo y presidente del Tribunal Tutelar de Menores.

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