Editorial:

La gloria imprevista de Rock Hudson

AL FINAL de su vida, Rock Hudson ha tenido una gloria extrañamente ligada a su carrera. En torno a su larga y ejemplar agonía se ha organizado la campaña de solidaridad con los enfermos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), y ha surgido de Hollywood, con toda la fuerza de irradiación que tiene ese nombre todavía mítico, un aliento de rechazo a la discriminación y un enfrentamiento a la utilización de una moral falsa que sinuosamente mezclaba comportamientos o hábitos sexuales con una especie de castigo divino.No es indiferente la personalidad de quien ha creado en torrip suyo est...

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AL FINAL de su vida, Rock Hudson ha tenido una gloria extrañamente ligada a su carrera. En torno a su larga y ejemplar agonía se ha organizado la campaña de solidaridad con los enfermos del síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA), y ha surgido de Hollywood, con toda la fuerza de irradiación que tiene ese nombre todavía mítico, un aliento de rechazo a la discriminación y un enfrentamiento a la utilización de una moral falsa que sinuosamente mezclaba comportamientos o hábitos sexuales con una especie de castigo divino.No es indiferente la personalidad de quien ha creado en torrip suyo este movimiento. Rock Hudson era un actof de personajes de vida dura, pero mitigada por una suavidad de formas y una jovialidad que se acentuó en la edada madura. Paralelamente, fuera del escenario y las cámaras, el difícil mundo de vanidades y envidias de Hollywood fue siempre amistoso para él, y seguramente este ambiente benévolo le animó a continuar relacionándose socialmente hasta muy cerca de su muerte. Con la fatal enfermedad a cuestas, no abandonó su vida profesional. En los últimos meses rodó siete episodios de la serie Dinastía, voló a la Casa Blanca para asistir a una fiesta presidencial y no rehuyó la comp arecencia pública, aun cuando los admiradores le veían poco a poco convertirse en el espectro de sí mismo. Seguramente este modo de relacionarse con la enfermedad fatal que los norteamericanos han venido aprendiendo en la última década a partir de una desinhibida convivencia con el cáncer, se ha constituido en un fenómeno distintivamente norteamericano. Ahora la muestra de este aprendizaje se ha extendido también a las víctimas del SIDA. Vivir sin apenamiento visible y sin reclusión, antes y después de saberse sentenciado, es una nueva manera de heroísmo. Y, como en el caso de Reagan o en el de Rock Hudson, un comportamiento convertible, por los medios de comunicación, en paradigma.

Nadie puede dudar del beneficio psicológico y social que para los norteamericanos afectados por el SIDA se ha derivado de la representación que de él ha hecho Hudson en el último personaje de su vida. Cuando la actriz Lynda Evans se descompuso porque había sido besada profesionalmente por Rock Hudson y comenzó histéricamente a reclamar certificados de salud para los actores, fue rápidamente acallada. Ese censo hubiera supuesto ya un principio de discriminación, y Hollywood no lo aceptó. La ciudad de Los Ángeles, de la que formó parte el actor, dictó ordenanzas prohibiendo toda discriminación no sólo de homosexuales, sino de enfermos con SIDA, en los lugares públicos. El mes pasado se celebró un festival, a 500 dólares la entrada, para ayudar al plan de la ciudad en favor de las víctimas de la enfermedad. Por su parte, Hudson se había prestado a probar el HPA32, creado por el Instituto Pasteur. Un medicamento dudosamente eficaz, pero cuya experimentación podría ayudar a salvar otras vidas. Howard Rosenman, productor cinematográfico, ha definido su conducta de los últimos tiempos diciendo: "Galvanizó a las gentes del cine. De pronto, cada uno de nosotros dijo 'es uno de los nuestros', y todos acudimos a ayudar a uno de la familia".

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