Editorial:

'Strip tease' surafricano

EL APARTHEID, está concebido como un sistema de desarrollo separado por el que todas las razas surafricanas, notablemente las diversas agrupaciones raciales negras y la tribu blanca, recibirían porciones de país y se desarrollarían libremente en ellas, estableciendo sociedades iguales entre sí pero segregadas. En la práctica, las necesidades de mano de obra de la economía surafricana blanca han hecho imposible esa separación y aún más ese desarrollo paralelo. No sólo millones de negros han sido precariamente autorizados a desempeñar trabajos en las zonas blancas, sino que a la hora del ...

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EL APARTHEID, está concebido como un sistema de desarrollo separado por el que todas las razas surafricanas, notablemente las diversas agrupaciones raciales negras y la tribu blanca, recibirían porciones de país y se desarrollarían libremente en ellas, estableciendo sociedades iguales entre sí pero segregadas. En la práctica, las necesidades de mano de obra de la economía surafricana blanca han hecho imposible esa separación y aún más ese desarrollo paralelo. No sólo millones de negros han sido precariamente autorizados a desempeñar trabajos en las zonas blancas, sino que a la hora del reparto de establecimientos territoriales los cuatro primeros bantustanes, o porciones de suelo nacional para la población de color (Venda, Ciskei, Bophuthatswarta y Transkei), se han asentado en tierras improductivas, carentes de infraestructura y sin continuidad geográfica entre sí, como motas de leopardo sobre piel blanca.La evidencia de que desde el punto de vista económico el sistema no puede funcionar y de que desde el de las relaciones internacionales la presión exterior obliga a algún tipo de cambio a los dirigentes afrikaner ha llevado a una parte de esa población blanca, dirigida por el presidente Botha, a promover un cierto desmantelamiento de las columnas legales del apartheid. Recientes reformas amplían en lo individual el cuadro de derechos del negro en tierra blanca, se anuncia la próxima derogación de la ley que prohibe las relaciones sexuales entre blancos y no blancos, y paralelamente se obtiene el éxito de Nkomati, el acuerdo con el Estado negro limítrofe de Mozambique, mientras se presiona a Angola para que suscriba otro acuerdo similar, con la manzana de la discordia de Namibia de por medio.

Nos hallamos, por tanto, ante un cierto strip tease de Pretoria, que está dispuesta a despojarse, una a una, de parte de las prendas del odiado sistema pero sin amenazar lo esencial: los negros seguirán siendo extranjeros en su país, y cuando se les regale uno propio lo que obtengan será un pudridero inviable. Se trata de una operación que parece destinada a detenerse en el punto en que Suráfrica consiga el grado de reconocimiento exterior, y puntualmente el de EE UU, que considera necesario para convivir entre sus supuestos pares de Occidente.

En Namibia, colonia surafricana de población casi exclusivamente negra, Pretoria acepta una sociedad multirracial, en el futuro independiente, pero mediante eventuales elecciones debidamente controladas aspira a instalar en el país un poder amigo que haga las veces de glacis entre su territorio y el de Angola. Para ello Suráfrica anuncia la formación de un Gobierno de transición en Namibia sin contar con la principal y casi única fuerza política del país, la South West Africa People's Organization (SWAPO), que se alinea en la oposición militante al apartheid al igual que los Estados negros limítrofes.

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Pretoria vive en ese frente interior de adecentamiento del sistema y de ofensiva exterior la operación política de mayor envergadura de su historia. Esa operación -va dirigida a un destinatario privilegiado: Estados Unidos, que si nunca ha cesado en su apoyo de hecho al régimen racista, tampoco ha dado el necesario imprimatur al régimen para integrarlo sin recelos en el complejo político occidental. El presidente Reagan, sin dejar de mostrar alguna simpatía por los esfuerzos maquilladores de Suráfrica, no ha dado ese paso adelante de acercamiento y aprobación que quisiera Pretoria. Washington, que vivió un momento retóricamente agresivo contra el apartheid durante la presidencia de Carter, practica ahora un cierto inmovilismo de fachada, mientras su enviado del Departamento de Estado, Chester Crocker, trata de arreglar un acuerdo entre bastidores. No sólo es el futuro de sus relaciones con el África negra lo que limita la exhibición de eventuales simpatías de EE UU por el régimen anticomunista de Botha; también la opinión interior, con más de 20 millones de norteamericanos negros, es un fuerte freno a la cooperación con Suráfrica. Por eso parece previsible la continuación de esa expectativa hasta ver dónde acaba la capacidad de reforma del ilustrado Botha antes de dar por bueno el experimento o recaer en la cómoda posición tradicional de proclamar la repugnancia civilizada por el apartheid mientras las relaciones económicas y estratégicas con Pretoria siguen medrando.

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