Reportaje:EL CHABOLISMO SE RESISTE A MORIR

El campamento de 'los yonquis'

En el Rancho del Cordobés hay mucha miseria y sólo dos leyes: la del más fuerte y la del silencio

Encontrar el Rancho del Cordobés en los mapas, planos y callejeros de Madrid es casi tan dificil como conseguir que uno de sus vecinos informe a la policía. El Rancho, situado al sur de la capital, en Villaverde, está formado en la actualidad. por unas 120 viviendas prefabricadas o sanquis, que sus habitantes, "para no atrasar tanto" dice uno de ellos, llaman yanquis. Allí fue acribillado a tiros, el pasado 13 de marzo, uno de sus vecinos. Fue un ajuste de cuentas y en el barrio chabolista todos están convencidos de que su sangre será vengada con sangre.

El chaval palmea por bulería...

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Encontrar el Rancho del Cordobés en los mapas, planos y callejeros de Madrid es casi tan dificil como conseguir que uno de sus vecinos informe a la policía. El Rancho, situado al sur de la capital, en Villaverde, está formado en la actualidad. por unas 120 viviendas prefabricadas o sanquis, que sus habitantes, "para no atrasar tanto" dice uno de ellos, llaman yanquis. Allí fue acribillado a tiros, el pasado 13 de marzo, uno de sus vecinos. Fue un ajuste de cuentas y en el barrio chabolista todos están convencidos de que su sangre será vengada con sangre.

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El chaval palmea por bulerías sobre el lomo de un coche azul. El chaval tiene brillantes ojos Oscuros, rostro de piel fina y olivácea y melenita negra y sedosa. El chaval, que es Luis Gimeno, de 14 años, gitano y analfabeto, que acaba de levantarse después de reposar una noche de mucha farra, sonríe al forastero y le pide un cigarrillo rubio para liar un canuto.

-No veas, colega; fue dabuti, que se casó un vecino y lo celebramos todos.

En esta mañana medio soleada, medio nublada de marzo, Luis no tiene otra cosa que hacer que esperar a que sus amigos Gigi el amoroso, Pepe el mudo, Chivadón, Pelos de alambre y los demás se vayan despertando y concentrado en este cruce de callejas del Rancho del Cordobés, cerca de la tienda y taberna de Milagros donde iniciarán la diaria ronda de cervezas.

Un vecino de Luis, Dionisio Romero, de 30 años, considerado por la policía como traficante de drogas, cayó acribillado a balazos hace unos días justo en la encrucijada donde está situado el coche sobre el que el chaval toca palmas. El crimen fue a las 10 de la noche, "a lo escurecío" dice Luis, y todos escucharon cómo se vaciaba el cargador de un arma corta. Pero nadie vio nada, todos estaban en sus casas, ante la tele. Y sin embargo, en el Rancho del Cordobés se sabe que la cosa no quedará ahí, que Dionisio murió en un ajuste de cuentas y que sus familiares y amigos van a ir a por el asesino y los suyos. La sangre se lava con sangre.

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Luis Gimeno viste con atildamiento. Hoy luce puntiagudos zapatos negros, pantalón vaquero recién estrenado y jersey rojo, que cubre una camisa blanca cerrada por una corbata de cuero marrón. En la muñeca, una pulserita dorada. Sobre la nariz, grande y curvada, un punto azul, un tatuaje de tinta china que se hizo "de chiquitito".

De mayor, Luis va a ser artista, un cantaor tan grande como su ídolo, el Camarón de la Isla.

-Tendrás que ponerte un nombre, ¿no?

Luis lo piensa largamente, no había caído en la necesidad de un seudónimo, y al final lo suelta con sonrisa deslumbradora: "Me llamaré El chaval de los yonquis".

El Rancho del Cordobés, del que Francisco Contreras, concejal del distrito de Villaverde, dice que es "el residuo chabolista más cutre" de la zona, es conocido también por sus habitantes como los yanquis, corrupción de la palabra sanquis, nombre oficial de esas casas prefabricadas, de muros de chapa pintada en color café con leche, que, desde 1981, constituyen la barriada.

Nadie parece guardar recuerdo del cordobés que dio nombre a la zona, situada al borde del kilómetro 7 de la carretera de Andalucía, cerca de las altas y rojizas torres de la Ciudad de los Angeles. Si existe memoria, en cambio, de un bar, abierto hasta hace unos años, que se llamaba así, el Rancho del Cordobés, pero que, al parecer, había recogido la denominación de antiguo.

Consuelo García, ojos azules en un rostro calé, carnes exuberantes, un superman de plástico colgando en la pechera y un reloj metálico de hombre en la muñeca, vive en el Rancho desde hace 15 años. A sus 50 años, es "la veterana".

-Consuelo, ¿cómo es que cuando en el 81 tiraron las chabolas e hicieron estos sanquis usted no tuvo un piso como muchos otros veteranos del Rancho?

-Pues ya ves.

En el yanqui de Consuelo, viuda que se mantiene "de los cartones y de pedir", viven también sus siete hijos y su madre, una casi centenaria que se mueve con muletas. Los nueve duermen en tres pequeños dormitorios. El suelo de la vivienda, unos 60 metros cuadradados en total, es de sintasol, salvo en la cocina y el cuarto

de baño, donde es de cemento, cubierto de cáscaras de patata en la primera de esas dos piezas. Una estufa metálica de leña es el objeto más valioso del salón comedor, y su chimenea horada el tejado de la casita. Sobre desvencijados sillones rojos duermen varios gatos, que, como la inmensa mayoría de los muchos animales que pueblan el Rancho, no paran de rascarse.

-Consuelo, descríbame la vida aquí.

-Las calles son de tierra y cuando llueve nos enfangamos hasta las rodillas; hay más ratas que criaturas; las garrapatas nos salen por los oídos; hay jeringuillas por montones en las calles, y las cogen los niños y se las meten en la boca.

-Una alegría de vida, vamos.

-Sí, hijo. Aquí, cuando almorzamos no cenamos, y al revés. Y esta entrevista, ¿para qué es? ¿Es qué nos van a dar un piso?

Entonces Consuelo llama a grandes voces a su vecina Carmen Muñoz, enlutada desde el pañuelo de la cabeza hasta las zapatillas. Y mientras Carmen cruza la calle, sorteando lavadoras y coches desguazados, su vecina informa que la enlutada es viuda y vive con seis hijos, la mujer del mayor y una nieta de seis meses.

Carmen introduce al forastero en su vivienda, y allí, al abrigo de oídos indiscretos, arranca sus quejas con "los tiros del otro día", los que acabaron con la vida de Dionisio Romero. Sobre la estufa del comedor se calienta un perol; al lado hay un barreño de plástico y una tabla de madera estriada; en los sillones, montones de ropa; en las paredes, fotos coloreadas a mano, la estampa de un santo que, según Carmen, es "el santo cachorro", y el retrato de un torerillo en traje de luces.

-¿De qué vive usted, Carmen?

-De vender claveles donde el Correos de Villaverde Bajo. Con mi permiso y tó, oiga.

-Si usted es tan pobre, ¿por qué le ha puesto rejas a todas las ventanas?

-Por el robo, no. Por la seguridad de que no entren y le den un mal golpe a los niños. Aquí hace falta un cherif que ponga algo de orden. Fíjese que cuando el papa Juan Pablo estuvo en España vino a los pisos de la Ciudad de los Ángeles, pero por aquí ni se acercó, de puro miedo.

Miedo. Los vecinos del Rancho del Cordobés -la mayoría gitanos, algunos quinquis y ya muy pocos payos- lo tienen. Las leyes propias del barrio pueden resumirse en dos: la del más fuerte y la del silencio. La policía patrulla ' por los alrededores, controla los vehículos que entran y salen de la barriada, pero no se atreve a penetrar en sus entrañas si no es en grandes contigentes. La investiga ción de delitos como el asesinato de Dionisio Romero, admite la Jefatura Superior de Policía, es casi imposible. Hablar con un madero es, en el Rancho, la peor de las traiciones.

La misma Junta Municipal de Villaverde tiene un conocimiento más bien remoto de lo que allí ocurre. Sus camiones de basura recogen los desperfectos en las afueras de la barriada, pero no entran en sus callejas. El concejal Francisco Contreras reconoce que "lo primero que tenemos que hacer para poner fin a esta situación es saber qué gente está viviendo allí, en qué condiciones y con qué expectativas". La mayoría de la vecindad dispone de asistencia médica merced a cartillas de beneficencia, pero pocos doctores entran en los yanquis. Incluso en peligro de muerte los vecinos se trasladan por sus propios medios a la residencia Primero de Octubre. Así están las cosas.

Cuatro latas de conserva, unos cuantos paquetes de galletas y de tabaco, algunas botellas de leche y un buen surtido de bebidas embotelladas constituyen todo el género del colmado de Milagros, donde Luis, El chaval de los yanquis, iniciará su ronda de cervezas en cuanto lleguen sus amigos. Otros cuatro o cinco muchachos de unos 18 años, que no debieron de estar en la boda, han inaugurado la barra, una puerta de madera, en esta mañana de marzo en la que el viento mueve el techo de chapa y provoca un ruido como de terremoto.

A la llegada del forastero, los muchachos andan repartiéndose un buen montón de billetes de 5.000 pesetas, pero, con la discreción de un indio comanche, se retiran, y su lugar es ocupado por,la inevitable tropa de chiquillos cu-

biertos de mocos, legañas y churretes. El 100% de los niños del Rancho están escolarizados en teoría, pero hoy se ve que todos se han pelado las clases.

Todo recuerda en el Rancho a un campamento. Un hombre repara en una calleja un Lancia 2.000 plateado, de matrícula murciana. A cuatro pasos, un toledano llamado Felipe, que dice subsistir con "una paguilla de 10.000 pesetas por enfermedad", introduce en su yanqui un montón de leña. Le ayuda su hija Marina, una adolescente de pelo teñido de rubio, uñas y labios pintados en rojo y medias de rejilla.

En la parte trasera de la casa de Felipe hay unos chamizos de cartón, y en ellos, tres galgos silenciosos de nombres Campeón, Bardino y Moro.

-¿Los lleva al canódromo?

-No; no son de carreras. Los tengo para ir a cazar la liebre.

Mariano, punto azul en la mejilla, "vendedor ambulante de frutas, recogedor de chatarra y lo que sea menester para buscarme la vida", se decide a explicar al forastero, "para que entiendas este barrio", su filosofía de la vida. El joven coge carrerilla y suelta: "Tenemos tres vidas: la vida, la contravida y la otra vida, que es cuando te mueres. Y sólo vivimos una; y de ésa, media la pasamos durmiendo, y la otra media es un bidón de gasolina. Sólo falta un mechero para prenderle fuego". Entonces Mariano sonríe, pide un cigarrillo rubio y aplica la llama de un encededor a una china de chocolate. "Está claro, ¿no?".

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