Tribuna:

La 'mafia' nuclear

El físico austriaco Robert Jungk, en su interesante libro El Estado nuclear, nos pone alertas ante una indudable mafia nuclear que funciona perfectamente en el llamado mundo libre.Efectivamente, vivimos en una época en la que varios neurobiólogos, psicólogos conductistas y bioquímicos, todos ellos científicos de reputación, han recibido millones de dólares de los servicios secretos norteamericanos para lograr convertir el cerebro humano en un objeto lo suficientemente maleable como para poderle hacer ejecutar actos criminales o autodestructivos. ¿Se puede en estas circunstancias ...

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El físico austriaco Robert Jungk, en su interesante libro El Estado nuclear, nos pone alertas ante una indudable mafia nuclear que funciona perfectamente en el llamado mundo libre.Efectivamente, vivimos en una época en la que varios neurobiólogos, psicólogos conductistas y bioquímicos, todos ellos científicos de reputación, han recibido millones de dólares de los servicios secretos norteamericanos para lograr convertir el cerebro humano en un objeto lo suficientemente maleable como para poderle hacer ejecutar actos criminales o autodestructivos. ¿Se puede en estas circunstancias -se pregunta Jungk- excluir la posibilidad de que unos fanáticos del porvenir nuclear intenten crear un homo atomicus instrumentalizable para sus fines?

Como caso tipo podemos referirnos al asunto Karen Silkwood. El cadáver de Karen -28 años, empleada en el laboratorio de la fábrica de plutonio Cimarron, del grupo Kerr-Mc-Gee- apareció en la tarde del día 13 de noviembre de 1974 en la cuneta de la autopista entre Crescent y Oklahorna City, junto a su pequeño turismo japonés, que había volcado. La versión oficial es que Karen se había dormido sobre el volante. Hipótesis más siniestras nacieron después, cuando dos hombres que la esperaban no lejos del lugar del accidente -David Burnham, periodista del New York Times, y Steven Wodka, secretario del sindicato OCAW (Oil, Chemical and Atomic Workers)- constataron que un importante informe que tenía que llevarles a la cita convenida había desaparecido después del accidente. Sabían que ese informe contenía numerosas pruebas, reunidas por Karen, sobre las graves infracciones de las normas de seguridad cometidas por su patrono. Esos papeles comprometedores no han sido encontrados hasta ahora, luego del accidente, aun cuando los agentes de la patrulla que descubrieron el cadáver manifestaron recordar papeles dispersos alrededor del lugar del suceso. El pequeño Honda había sido sin duda alcanzado por otro vehículo y empujado hacia la cuneta. Karen sabía, por otra parte, que algo malo se tramaba contra ella, pues había sido ya víctima de un primer accidente inexplicable.

Algo parecido le ocurre al ingeniero alemán Ingo Focke, miembro de una conocida familia de constructores aeronavales, que se sumó activamente al movimiento antinuclear cuando la empresa en la que prestaba sus servicios como experto quiso obligarlo a cobijar bajo su firma unas válvulas defectuosas destinadas a los reactores de Würgassen y de Obrigheim. Se negó a dar el visto bueno, porque "se sabía perfectamente en la empresea que se bloqueaban al cabo de poco tiempo de entrar en funcionamiento". ¿Tiene que ver con su nueva actividad de contraexperto el que Focke, de regreso de una manifestación ante la central nuclear de Grolinde, notara que ambos intermitentes traseros de su automóvil se habían fundido? Dos días antes habían sido sometidos a control por su mecánico.

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A nivel colectivo tenemos el caso de la península normanda La Hague, cuyo suelo fue comprado a los campesinos con la engañifa de que se instalarían industrias de electrodomésticos y similares. Lo que se instaló fue una potente central nuclear. Hoy La Hague tiene mucho que deplorar, y ya se habla allí de carne de radiación. Todos temen acabar dentro de algunos años almacenados como residuo en la oficina de desempleo. O peor aún: en el hospital. Tampoco los señores de La Hague parecen estar dispuestos a responsabilizarse de los inválidos antes de hora ni de los enfermos de cáncer que, dadas las condiciones de trabajo a las que están actualmente sometidos, ya hoy se pueden esperar a largo plazo.

Como vemos, la nueva multinacional planetaria se llama hoy energía nuclear. Para ella no hay escrúpulos de ninguna clase. Si es necesario acabar con los contestatarios, se utilizan todos los medios eficaces para ello. No se tienen en cuenta los métodos democráticos. Los decisores son los que programan dónde y cuándo se han de instalar los centros núcleares, tantos civiles como militares. Las pequeñas naciones no pueden más que levantar la voz, pero esta voz será fácilmente ahogada por el eco potente de la nueva empresa planetaria.

Sin embargo, no habría que acobardarse. Desde que David venció a Goliat, siempre ha habido una esperanza para los débiles de la Tierra.

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