Tribuna:Prosas testametarias

Sobre el funcionario

Desde el punto de vista de su vinculación con lo que Hegel llamó espíritu objetivo, hasta tres tipos ideales pueden ser discernidos en la porción activa de la sociedad civil: el creador autónomo, el creador asalariado y el ejecutor asalariado.Llamo creador autónomo al hombre que realiza lo más personal de su existencia como actividad puramente creadora -artística, intelectual, técnica, política - y sin relación contractual con institución alguna. Vive, pues, de su público, de la acogida estimativa y económica que la sociedad dispensa a su obra: el pintor que vende sus cuadros a q...

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Desde el punto de vista de su vinculación con lo que Hegel llamó espíritu objetivo, hasta tres tipos ideales pueden ser discernidos en la porción activa de la sociedad civil: el creador autónomo, el creador asalariado y el ejecutor asalariado.Llamo creador autónomo al hombre que realiza lo más personal de su existencia como actividad puramente creadora -artística, intelectual, técnica, política - y sin relación contractual con institución alguna. Vive, pues, de su público, de la acogida estimativa y económica que la sociedad dispensa a su obra: el pintor que vende sus cuadros a quien quiere comprarlos, el escritor sólo atenido a lo que sus libros le producen. La figura social del creador autónomo, que se inicia históricamente con el Renacimiento, se afirmará cuando la aristocracia protectora y la burguesía compradora se constituyan en público que paga lo que le gusta. Comprando o no comprando, aplaudiendo o rechazando, sólo el público condiciona en tal caso la independencia social del creador, si éste no ha adoptado la heroica decisión de vivir exclusivamente para sí y para su obra.

Si llamamos salario a la remuneración, establecida por contrato, de un trabajo o un servicio, creador asalariado será aquel que contrata con alguna institución social o con el Estado el ejercicio de su capacidad creativa. El investigador científico puro es tal vez el mejor ejemplo de este modo de trabajar, puesto que -lejanos ya un Edison o un Cajal - apenas resulta hoy concebible el cultivo de la ciencia como libre actividad privada.

Junto a tales creadores trabaja en la sociedad el ejecutor asalariado: el hombre que contrata con alguna institución pública o privada la ejecución de un trabajo consistente en realizar algo inventado por otros. Desde el simple obrero manual hasta el operario de la Administración pública, el médico de la Seguridad Social y el docente no investigador, ejecutores asalariados son hoy la mayor parte de las personas que trabajan. Bastan los ejemplos mencionados, sin embargo, para advertir que el asalariado puede serlo en dos formas netamente distintas: el ejecutor puro, así el peón de albañil y el obrero metalúrgico, y el ejecutor creador, como el médico de hospital, cuando crea medicina además de practicarla; el asesor técnico y el docente que no se limita a repetir ante sus alumnos lo que le enseñaron los libros.

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Quede no más que nombrada la peculiar actividad social de las personas oficialmente inactivas: el niño, el jubilado, el exiliado, el enfermo, el parásito. Actividad social hay, en efecto, en cada uno de esos modos de vivir, aunque no pertenezcan a la porción de la sociedad que los economistas y los sociólogos llaman población activa.

Dentro de este marco sociológico hay que situar al funcionario, si seriamente quiere entendérsele según lo que genéricamente es: la persona que desempeña un empleo público. Así contemplado, salta a la vista que el funcionario puede serlo como creador (quien contrata con una institución pública la realización de las ocurrencias artísticas, intelectuales o técnicas de que su talento sea capaz), como mero ejecutor (quien, con talento creador o sin él, sólo contrata la realización de algo creado por otros) y como ejecutor y creador (el que contrata la ejecución de un trabajo a cuya perfección en alguna medida pertenece la creación personal: el docente, el ingeniero, el médico de hospital, el asesor jurídico). Pocos, muy pocos son hoy los hombres que trabajan socialmente allende los límites de tan amplio esquema.

Era necesario este casi entomológico preámbulo para entender con algún rigor la significación histórica del funcionario y el modo de su estimación en el seno de nuestra sociedad.

La concepción hegeliana de la sociedad y del Estado, tantas veces compartida, sin apenas saberlo, por gentes y grupos a quienes Hegel importa un comino, llevó a mitificar la figura del funcionario. Éste sería el agente inmediato de la vida histórica de la humanidad, el hombre cuyo trabajo hace que día a día se realice la razón del universo. El progres o consistiría, por tanto, en el resultado global de la actividad de todos los que viven trabajando, desde los más poderosos big brothers, para decirlo a la manera orwelliana, hasta el último chico de los recados. ¿Qué otra cosa sino altos o supremos funcionarios son, concebida así la historia, quienes deciden y modulan el destino de los pueblos? En 1816 escribía Hegel a su amigo Nothammer: "Tengo para mí que el espíritu del mundo ha dado en nuestra época orden de avanzar, y que tal orden ha sido obedecida. Este ser (la humanidad) marcha hacia adelante irresistiblemente, como una falange compacta y acorazada, y con paso tan insensible como el del Sol". A la luz de este texto puede entenderse con claridad lo que el funcionario prusiano fue para Hegel y lo que él, sumo funcionario filosófico de la búsqueda y la proclamación de la verdad, para sí mismo era.

En los antípodas de esta mitificación del funcionario se hallan los muchos españoles que desde el siglo XVIII vienen usando con intención despectiva palabras como covachuela, burócrata y oficinista, o los que -desde su aristocrática o seudoaristocrática condición de hombres de ciencia, escritores o médicos de famase sienten punto menos que ofendidos cuando se les considera o se les llama funcionarios y estíman pretensión más o menos degradante que la institución a que asalariadamente sirven les pida cuentas de su modo de cumplir el trabajo cotidiano. Dijo una vez Ortega que Velázquez, más que un pintor, era un hidalgo que de cuando en cuando se dignaba

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Sobre el funcionario

Viene de la página 9 dar unas pinceladas. Ortega, claro está, sabía muy bien que exageraba. Pero en la medida en que era certero su punzante y sugestivo diagnóstico, en esa medida daba expresión verbal a la actitud psicológica y social de quienes aquí o fuera de aquí se conducen en su trabajo -cuando éste es contratado y asalariado, sólo a él me refiero - como si pasar visita en un hospital, explicar una lección o resolver un expediente administrativo fuesen actividades equiparables a la de pintar una figura de Las meninas.Entre la mitificación del servicio a la comunidad a que pueden llegar los racionalizadores de la actividad social y la devaluación del trabajo rutinario en que suelen caer los falsos hidalgos -tan inteligentes, a veces - de la actividad contratada; entre el extremo de los que se asimilan a Hegel y el extremo de los que se emparejan con Velázquez, debe ser situada, creo yo, la figura del buen funcionario. A fuerza de magnificar la función que ejecuta, el funcionario hegeliano -quiero decir, el que se conduce como si en él se estuviese realizando el espíritu del mundo se convertirá en dictador tras la ventanilla: un altivo y acerado ejecutante cotidiano de la razón universal. A fuerza de menospreciar lo que, quiéralo o no, efectivamente le hace funcionario, el funcionario velazqueño -esto es, el que ante su tarea diaria se conduce como un hidalgo que de cuando en cuando se digna dar golpe - acabará trocándose en arrogante dispensador de favores: un estirado señor de su oficina que atiende al demandante echándole graciosamente una mano en la tramitación de su demanda.

Dentro de una sociedad amenazada por la concepción hegeliana del funcionario, Martin Buber quería moverse hacia una vida social en la cual "no haya fábrica ni oficina entre cuyos tornos y mesas no pueda nacer y alzar el vuelo una mirada de criatura sobria y fraternal, que sea signo y garantía de un mundo en camino hacia su fin verdadero". Desde una sociedad, la nuestra, tan dañada por el menosprecio seudovelazqueño del funcionario, yo quiero clamar por la conquista de una existencia colectiva en la que el gusto por el amable coloquio, el apetito de lucro, el deseo de vacación y la celosa realización de uno mismo no se opongan a la severa dignidad que el ser funcionario -buen funcionario- trae secretamente consigo. Porque, hay que proclamarlo, algún adarme de verdad llevaba en su seno la desmesura racionalízadora de Hegel.

Desde dos situaciones distintas, un mismo género de sociedad hay al término de las dos aspiraciones, la de Martin Buber y la mía: ese en el cual la vida racional y la vida personal, la razón y la libertad, no tiendan a anularse la una a la otra. ¿Utopía, pura utopía en los dos casos? A lo peor.

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