Tribuna:El asno de Buridán

Hombres, máquinas, ficciones

Debo confesar que la era de los artilugios de proceso y tratamiento de datos me alcanza más viejo de lo necesario y sin una completa seguridad acerca de lo que pensar de ellos. Con la edad se agolpan las tentaciones insensatas: ascender al Himalaya, viajar a la Luna, llegar hasta las fosas del Pacífico en batiscafo, etcétera, pero la edad también es, en sí misma, una afortunada condición. Nadie puede pretender seriamente que a estas alturas entone la loa de todos y cada uno de los signos de la modernidad, toda vez que he visto ensalzar y denigrar -por el orden que digo y entre otras nociones n...

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Debo confesar que la era de los artilugios de proceso y tratamiento de datos me alcanza más viejo de lo necesario y sin una completa seguridad acerca de lo que pensar de ellos. Con la edad se agolpan las tentaciones insensatas: ascender al Himalaya, viajar a la Luna, llegar hasta las fosas del Pacífico en batiscafo, etcétera, pero la edad también es, en sí misma, una afortunada condición. Nadie puede pretender seriamente que a estas alturas entone la loa de todos y cada uno de los signos de la modernidad, toda vez que he visto ensalzar y denigrar -por el orden que digo y entre otras nociones no menos esotéricas- el hongo milagroso, la jalea real y el biscúter. Ahora he oído decir que el biscúter se va a volver a fabricar, pero da lo mismo. Los ídolos de los nuevos tiempos ni pueden ni deben resucitar sin excesivo sonrojo. -Otras veces he mantenido que la informática, como panacea milagrosa, es digna de sospecha. La tendencia a aliviar nuestras miserias invocando el primer ingenio que se ponga a mano es un recurso conocido desde la época de la tragedia griega y su socorrido mecanismo del deux ex machina. En realidad ningún artefacto contiene en sí mismo graves amenazas -si dejamos de lado, claro es, los diseñados precisamente con ese fin-, y es el papanatismo y la tendencia a abdicar esfuerzos e ideas en la muleta de la tecnología lo que, a la postre, puede resultar peligroso. Pero también hay un cierto riesgo en la confusión de la herramienta, en su vanagloria y ensalzamiento hasta mucho más allá de lo que es prudente esperar, y es ese aspecto de la relación entre el hombre y la máquina el que parece enseñar una vez más la oreja.

Siempre que algún invento mecánico útil y sorprendente cambia la forma de organizar nuestro mundo, surgen profetas dispuestos a cantar la letanía de sus aplicaciones añadiendo algunas que rayan en las puras lindes del disparate, y hasta se han creado subgéneros literarios en los que se ensaya a agrupar sistemáticamente las fábulas en las que se anticipa el nuevo mundo profetizado. Quede claro que nada tengo contra esa suerte de literatura, ni -por cierto- contra ninguna otra, ya que, si es buena y digna, se convierte en obra de arte que funciona al margen de las manías clasificatorias, y si no lo es, ni me interesa ni pienso que propiamente pueda llamarse literatura, al margen de los posibles apellidos. Así que demos de lado y dejemos tranquila a la ficción científica, que la educativa, la ficción educativa, es más grave y preocupante.

Se ha sugerido últimamente la sustitución, en las escuelas, de libros de texto por ordenadores y fichas adecuadas para su procesamiento y útil manejo. Ni que decir tiene que tal maniobra bien pudiera ser festejada y aplaudida con fuerza, si consiguiera eliminar los textos, con frecuencia abominables, destinados a la educación de nuestros hijos y nietos, cambiando su contenido por otros más adecuados y acordes con lo que es la ciencia y son las humanidades de este siglo o, si fuera pretender demasiado, del anterior, del siglo del maquinismo y las guerras civiles. Pero mucho me temo que no vayan por ahí los tiros, ya que quizá se pretenda no más que cambiar el soporte -y hablar de revolución educativa- por esa mera causa y al margen de aquel contenido al que aludía. McLuhan lo profetizó -equivocándose no poco, por cierto, en otro contexto- y sus discípulos quizá puedan y lleguen a darle la razón de rebote.

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Supongo que la cultura general de dentro de 10 o 15 años exigirá el manejo de los ordenadores como ahora nos obliga a saber conducir el automóvil o emplear el teléfono, y pienso que nada mejor que empezar a usar en la escuela los aparatos que a mí se me antojan complicados y herméticos precisamente porque no me enseñaron a manejarlos en el colegio y a su debido tiempo. En mi escuela (es un eufemismo) no me enseñaron prácticamente nada, pero de aquellos años remotos guardo todavía libros y cuadernos que fueron fundamentales para convertirme en lo poco o mucho que luego llegué a ser. ¿No sería quizá oportuno dar a los escolares de hoy alguna oportunidad de entender el libro y el trabajo bibliográfico como una herramienta útil por igual, aun cuando fuere de otra forma, que la pantalla y el teclado?

Supongo que cualquier pedagogo inmerso en las técnicas escolares de vanguardia entenderá mal lo que estoy Intentando proponer y me argüirá que el ordenador viene a complementar, y no a suplir, a los libros de texto. Supongo que eso puede deducirse fácilmente de cuantas noticias circulan sobre las operaciones de modernización. Lo que pretendo decir es que también el libro puede ser una herramienta de vanguardia y que, por el camino contrario, tanto las computadoras como los volúmenes pueden acabar siendo unos artefactos inútiles. Sería deseable que también se enseñase a los niños la forma de cómo deben manejarse los libros, cosa que tiene poco que ver con el uso que ahora se les da o se les suele dar. A lo mejor, de esa manera se veían mejor y más nítidos los verdaderos problemas, aquellos que tienen que ver con el contenido.

Hasta que algún alcalde enloquecido, o cualquier otra autoridad en cualquiera de sus múltiples y renovados escalafones, no se decida a proclamar la herejía de un floppy condenándolo a la hoguera, seguiré pensando en el libro como el gran instrumento capaz de cambiar las ideas y las sociedades. Es lástima que haya que aprender a amarlo en solitario.

Copyright Camilo José Cela, 1984.

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