Editorial:

El bloqueo político en Israel

LA DECISIÓN del presidente de la República de Israel de encargar al laborista Simón Peres la formación de un Gobierno de coalición nacional amplia y las enormes dificultades que se presentan para esta tarea, que en el mismo momento del encargo se considera como una misión imposible, no reflejan solamente un bloqueo político o una lucha por el poder dentro de una clase, sino una auténtica situación nacional. Es un país que desde su fundación en 1948, y desde los trágicos años de terror y angustia que la precedieron, vive una tensión de guerra y una psicosis de supervivencia. Esta situación no s...

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LA DECISIÓN del presidente de la República de Israel de encargar al laborista Simón Peres la formación de un Gobierno de coalición nacional amplia y las enormes dificultades que se presentan para esta tarea, que en el mismo momento del encargo se considera como una misión imposible, no reflejan solamente un bloqueo político o una lucha por el poder dentro de una clase, sino una auténtica situación nacional. Es un país que desde su fundación en 1948, y desde los trágicos años de terror y angustia que la precedieron, vive una tensión de guerra y una psicosis de supervivencia. Esta situación no se ha hecho crónica o rutinaria, sino que es continuamente aguda. Cualquiera que haya visto las sesiones del parlamento de Israel -y la televisión las pone frecuentemente al alcance de todos- ha podido apreciar el grado de vehemencia, de, espectacularidad sincera, de pasión expresada por todos los medios que se pone en todas sus sesiones. Responde a una tensión individual y colectiva de la nación. Por las circunstancias históricas y pasadas, cada israelí mismo es terreno de un enfrentamiento entre una ética, una razón y una idea de justicia universal y, al mismo tiempo, de una sensación de necesidad y de supervivencia, de estar metido dentro de una crisis aguda que puede conducirle a la crueldad.Los acontecimientos recientes, a partir de la invasión de Líbano y de las tragedias que se produjeron, y al mismo tiempo de la sensación de doble fracaso -el fracaso territorial y político de no haber conseguido la supuesta paz en Galilea que se pretendía, y el fracaso moral de haber pasado, en gran parte de la opinión mundial, del papel de víctimas al de verdugos- han agudizado esa percepción inestable que puede tener el israelí de sí mismo y de su país. No bastó la depuración que hizo Beguin del hombre fuerte del Gobierno y protagonista de la situación, el general Sharon; hubo de sacrificarse él mismo. Y aun así, su partido, el Likud, tuvo que encajar una derrota electoral; si bien una derrota relativa. Los 41 diputados que ha obtenido están lejos de los 61 que necesitaría para la mayoría absoluta de una cámara de 120; pero no tan lejos de los 44 del partido laborista, mayoritario, pero tampoco con una superioridad decisiva. Entre los dos dejan un enjambre de 35 escaños repartidos en partidos pequeños, pero enormemente influyentes, como los religiosos; con una capacidad de acción patética que se expresa bien en la anécdota de que el rabino Meir Kahan, jefe del partido racista Kach, tuviera que ser arrastrado por la policía de la residencia del presidente de la República, al que quería disuadir a toda costa de que encargase de formar Gobierno a Simón Peres.

Este Simón Peres se encuentra en lo que se puede llamar la línea ética del laborismo, pero no hay que olvidar que ha ejercido el puesto de ministro de Defensa en 1971, y que en él se mostró capaz de energía y de dureza. Sin embargo, el Likud le combate por entreguista, por blando, por sospechoso de llevar las negociaciones y los acuerdos con Estados Unidos a puntos muy peligrosos. No hay que olvidar que, como se ha dicho antes, la sensación de lo peligroso se asocia a la de la supervivencia del Estado y a la cuestión de vida y muerte de sus habitantes, por una política de espectacularidad trágica que probablemente no corresponde a la realidad: vista la situación desde una observación serena y distante, no parece que en ningún momento vaya a desaparecer el Estado de Israel, ni por la fuerza ni por la negociación. Pero cualquier punto negociable de territorio o de retirada de implantaciones israelíes en zonas conquistadas, es proclamada como una traición, como una ceguera blanda que conduce a la destrucción. Y no sólo por el Likud, sino por los grupos religiosos, que acusan ya a Peres de ateo y, por tanto, de antihistórico dentro de lo que todavía se configura como una teocracia.

No va a ser fácil, por tanto, que ni en el primer plazo constitucional de 21 días, ni en la renovación que pueda sucederle, Peres vaya a conseguir una amplia coalción: sobre todo, porque Isaac Shamir, del Likud -que gobernaba hasta ahora-, tiene la idea de que él mismo puede conseguir gobernar cuando su adversario haya fracasado, y por tanto, hace todo lo posible por que fracase. Cree que puede gobernar a la derecha sumando los suficientes diputados de partidos minoritarios, lo cual, objetivamente, es muy difícil -no sale la cuenta de los 20 que necesita-, pero que, en todo caso, está más capacitado para formar una coalición amplia dirigida por él y arrastrando a los laboristas a su terreno.

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Ni el intento de Peres ni la alternativa de Shamir parecen realmente fáciles. Aun suponiendo que el llamamiento y la influencia del presidente Herzog, el estímulo de Reagan o las presiones de cualquier índole que se puedan ejercer -incluso la muy necesaria de calmar la profunda inquietud de la población- condujeran a cualquier forma de Gobierno de coalición, la disparidad de criterios internos a partir del momento de reparto de las carteras y, después, de la toma de cualquier decisión, lo harían estallar. Pero además existe el problema de los acontecimientos. En una situación enormemente movediza como es la de Israel respecto a sus enemigos y sus vecinos -incluso los más seguros están también a merced de cambios y de presiones-, cualquier acontecimiento produce reacciones inmediatas, y estas reacciones vuelven a estar tocádas del patetismo de vida o muerte, de las nociones de traición o de irracionalidad.

La solución de que, si este intento y los Gobiernos posibles fracasan en crear una verdadera situación de estabilidad, se convoquen nuevas elecciones para esclarecer la situación no es tampoco muy viable. No hay razones actuales para creer que una repetición de las elecciones fuera a dar mejores resultados.

Este peligro de un bloqueo político, de una crisis gubernamental prolongada, que deja en la práctica a Israel sin Gobierno, sin instrumento para hacer frente al deterioro económico y al grave entorno internacional, puede incitar a soluciones de aventura. Pero este mismo peligro es hoy un argumento en manos de Simón Peres para intentar una solución al menos provisional. Es sabido que lo provisional muchas veces se convierte en duradero

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