Tribuna:

Nomenclaturas

La torpeza de nuestras relaciones sentimentales se revela despiadadamente en el lenguaje que utilizamos. No hay prueba más clara del calamitoso estado de nuestros afectos que esas ridículas perífrasis con las que nos referimos al otro o a la otra, al objeto de nuestros ensueños momentáneos. La gente tradicional o de derechas lo tiene claro: están casados por la Iglesia, son marido y mujer y la precisión de las palabras refleja un vínculo preciso, nos guste o no nos guste el contenido. Pero nosotros, culposos y modernos, confusos y perdidos, nos hacemos la lengua un nudo intentand...

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La torpeza de nuestras relaciones sentimentales se revela despiadadamente en el lenguaje que utilizamos. No hay prueba más clara del calamitoso estado de nuestros afectos que esas ridículas perífrasis con las que nos referimos al otro o a la otra, al objeto de nuestros ensueños momentáneos. La gente tradicional o de derechas lo tiene claro: están casados por la Iglesia, son marido y mujer y la precisión de las palabras refleja un vínculo preciso, nos guste o no nos guste el contenido. Pero nosotros, culposos y modernos, confusos y perdidos, nos hacemos la lengua un nudo intentando inventar nuevos conceptos y el corazón, un garabato ensayando nuevas maneras de quererse. Nombrar al otro es como mentar la bicha.Y así andamos, haciendo el más colosal de los ridículos. Referirse a la pareja como mi compañero o compañera no funciona: tiene un regusto a vieja militancia, a pretencioso. Qué decir de la tontuna de mi novio, de la excesiva intrepidez de mi amante, del insustancial mi rollo. Utilizar mi chico o mi chica es de una panfilez rayana en el guateque. Condenados como estamos a la perplejidad semántica, en nuestra desesperación echamos mano de los recursos mas disparatados y triviales: el mío, el tuyo, el que te dije, ella, él, el interfecto... O, en el colmo de la ineptitud, usamos larguísimas frases del tipo de el tio éste con el que estoy enrollada o la mujer con la que estoy viviendo, lo cual es un verdadero desperdicio de tiempo y energías.

Nombrar es una manera de poseer. Al nombrar el mundo nos hacemos dueños de él y lo ordenamos en la medida de lo posible, que es poco. Es decir, que lo tenemos fatal. Si no sabemos nombrar al otro es que tampoco sabemos estar. Padecemos una vaguedad sustancial y sustantiva: desconocemos el contenido que pretendemos del otro y hemos olvidado por dónde pasa la frontera de nuestros propios límites. O sea, un lío. Pero no hay que desesperarse. La Real Academia ha tardado toda su existencia en admitir una palabra como coño, que es tan sencillita y descriptiva. Bien podemos nosotros emplear nuestra vida en algo tan delicado como inventar una nomenclatura sentimental y nuevas costumbres afectivas.

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