Tribuna:

'Homo sapiens'

Miguel de la Fuente estaba sentado comiendo en su casa cuando lo irracional irrumpió en su vida en forma de agente de la Policía Municipal dotado con todos los atributos -orden de precinto y contundente grúa- necesarios para llevarse de su vera el más preciado de sus bienes: un coche adquirido hace nueve meses, por 100.000 púas, que utilizaba, según él, como instrumento laboral. El hombre se rebeló, adujo que el impago que pesaba sobre su cabeza había que cobrarlo al propietario anterior, y le respondieron que protestara a posteriori. Fue en ese momento cuando Manuel de la Fuent...

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Miguel de la Fuente estaba sentado comiendo en su casa cuando lo irracional irrumpió en su vida en forma de agente de la Policía Municipal dotado con todos los atributos -orden de precinto y contundente grúa- necesarios para llevarse de su vera el más preciado de sus bienes: un coche adquirido hace nueve meses, por 100.000 púas, que utilizaba, según él, como instrumento laboral. El hombre se rebeló, adujo que el impago que pesaba sobre su cabeza había que cobrarlo al propietario anterior, y le respondieron que protestara a posteriori. Fue en ese momento cuando Manuel de la Fuente debió de doblar parsimoniosamente la servilleta en cuatro. Quizá se despidió de su mujer dándole un beso en la frente y le dijo "no permitas que a los niños les hablen mal de mí". Tal vez se miró al espejo por última vez antes de cometer el fascinante crimen por el que ha merecido salir en los periódicos.

El caso es que tomó un martillo y la emprendió a golpes con el vehículo: abolló el capó, sacó la batería, rompió parte del motor, quitó la parte superior de la palanca del cambio de marchas, destrozó las lunas y rasgo la tapicería. La grúa tuvo que conformarse con retirar un pingajo de coche, un mogollón maltrecho en el que amasaba la recién inaugurada confusión municipal.

Me fascina pensar qué puede haber hecho después ese hombre desde su recuperada estatura de homo sapiens. Puede que haya mirado a su alrededor y haya visto que la cadena de la destrucción autoafirmante es como el comer y el rascar: todo es empezar. Puede que haya dejado el martillo al alcance de su mano y que un gruñido amenazador salga de su garganta cada vez que alguien le diga que encima tiene que sacar brillo a las cadenas. Puede que esa noche, tras el desahogo, haya obsequiado a su señora con el coito más desopilante de su vida.

Gusta da pensarlo, el homo sapiens hecho una cruz de mayo, erguido en el centro de su propio patio. Pero una no puede fiarse de lo que sale escrito por ahí.

¡Mira que como le haya dado por comprarse un Lois!

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