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El alcance de la política exterior norteamericana

Hace más de 20 años el presidente John Kennedy prometió que Estados Unidos pagaría cualquier precio, soportaría toda carga, haría frente a toda adversidad y se opondría a cualquier rival por salvaguardar y permitir que prosperase la libertad. Aquel fue un compromiso -ahora lo sabemos- prácticamente inabarcable, aunque John F. Kennedy se expresó con una valentía y una seguridad que son característicamente norteamericanas y dignas de toda admiración. Más recientemente hubo otra Administración que pensó que había en Estados Unidos un miedo desmesurado al comunismo y que en el mundo actuaba...

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Hace más de 20 años el presidente John Kennedy prometió que Estados Unidos pagaría cualquier precio, soportaría toda carga, haría frente a toda adversidad y se opondría a cualquier rival por salvaguardar y permitir que prosperase la libertad. Aquel fue un compromiso -ahora lo sabemos- prácticamente inabarcable, aunque John F. Kennedy se expresó con una valentía y una seguridad que son característicamente norteamericanas y dignas de toda admiración. Más recientemente hubo otra Administración que pensó que había en Estados Unidos un miedo desmesurado al comunismo y que en el mundo actuaban factores sociales, económicos y religiosos muy complicados sobre los cuales apenas podíamos influir. Creo que esto es subestimar lo que somos y la capacidad que tenemos para incidir en los acontecimientos.El ámbito natural y lógico de la política exterior norteamericana está situado entre esos dos polos. Sabemos que no somos omnipotentes y que hemos de establecer una escala de prioridades. No podemos pagar cualquier precio ni soportar cualquier carga. Tenemos que discernir, tenemos que ser prudentes y cautelosos, que responder de manera adecuada a las amenazas y comprometer nuestra fuerza solamente cuando sean intereses estratégicos muy importantes los que estén en juego. No toda situación puede ser salvada por el esfuerzo de Estados Unidos, aun cuando estén en juego valores o intereses importantes para nosotros.

Al propio tiempo, la historia nos dice que la valentía, la visión y la determinación pueden cambiar la realidad. Podemos influir sobre los acontecimientos, y esto lo sabemos todos. El pueblo norteamericano puede esperar que así obren sus gobernantes; además, el futuro del mundo libre depende de ello.

Los norteamericanos, siendo como son un pueblo moral, quieren que su política exterior exprese los valores que profesamos como nación. Pero, pueblo práctico a la vez, quieren que su política exterior sea una política eficaz.

Así pues, nuestra constante pregunta es cómo reconciliar nuestra moralidad con nuestro sentido práctico, cómo perseguir fines nobles en un mundo complejo e imperfecto, cómo relacionar la fuerza con nuestros propósitos; en suma, cómo relacionar poder y diplomacia.

En un planeta que es hoy más pequeño gracias a las comunicaciones globales, más turbulento a causa de la diseminación del poder -bajo la permanente sombra de las armas nucleares-, la tarea de ganar la estabilidad, la seguridad y el progreso deviene un profundo imperativo del género humano. En un época amenazada por la proliferación nuclear y por el terrorismo patrocinado por Estados, las tendencias anárquicas están llamadas a constituirse en fuente de peligros reales.

Es absurdo pensar que Estados Unidos puede sustraerse a estos problemas. Vivimos en un mundo muy expuesto a la inestabilidad y los peligros. El aislacionismo no lleva aparejada la seguridad. La salud de la economía mundial nos afecta de manera importante y directa, nuestra prosperidad, nuestra seguridad y nuestras alianzas pueden verse afectadas por amenazas que se ciernen sobre muy diversas partes del mundo, y el destirio de nuestros semejantes de todo el mundo es algo que siempre toca nuestra conciencia moral. Cierto es que Estados Unidos no es el gendarme del mundo. Pero somos la más poderosa de las naciones libres, Y por ello mismo, aquella sobre cuyos hombros ha de descansar en mayor medida la salvaguarda de nuestros valores y principios y de las esperanzas que ponemos en un mundo mejor.

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El deber esencial

En circunstancias como las que vivimos, nuestro norte es lo que el, presidente Reagan ha llamado "el deber más esencial que todo presidente y todo pueblo comparten: el deber de proteger y fortalecer la paz". La historia nos enseña, sin embargo, que no se conquista la paz con el solo deseo de ella. Nuestra aspiración ha de ser siempre la de conformar los acontecimientos y no la de ser víctimas de ellos.

El poder, naturalmente, ha de ordenarse siempre a fines, pero la realidad cruda es que una diplomacia no respaldada por la fuerza carece de eficacia. Eso explica, por ejemplo, que Estados Unidos haya cumplido con éxito un papel mediador en situaciones en las que fracasaron otros mediadores de buena fe. Además de la buena voluntad hacen falta influencias prácticas.

Los norteamericanos han mostrado en frecuentes ocasiones propensión a creer que poder y diplomacia son realidades altemativas. Por hacer referencia a un ejemplo muy reciente, el informe sobre el bombardeo de los barracones, de nuestras fuerzas de Infantería de Marina en Beirut nos exhortaba a hacer un mayor esfuerzo en la línea de lo que se llamaban alternativas diplomáticas, como algo distinto de lo que se llamaban opciones militares. Asoma aquí un equívoco básico, no sólo de los esfuerzos desplegados durante el período en el terreno diplomático, sino también de la relación que existe entre poder y diplomacia. En ocasiones, por lamentable que resulte, el conflicto político degenera en una prueba de fuerza. Es nuestro papel militar en Líbano lo que ha resul tado problemático y no el esfuerzo diplomático desarrollado. A Siria no le interesaba un compromiso diplomático mientras se mantuvie ran sus perspectivas de hegemonía. En la esfera del control de armamentos, asimismo, el éxito de la negociación depende de córno se aprecie el balance de fuerzas militares. Solamente si ven a Occidente resuelto a modernizar sus propias fuerzas hallarán los dirigentes soviéticos un móvil para convenir en acuerdos que establezcan unos niveles igualados, verificables y más bajos de armamentos.

La lección de todo ello es que poder y diplomacia no son alternativos. Antes bien, o los conjugamos o lograremos muy poco en este mundo. La relación entre uno y otra es bastante complicada y nos depara problemas a la vez de carácter práctico y moral.

Aislados de las turbulencias de la política del mundo, los norteamericanos han sido dados a creer que la guerra y la paz eran dos fenómenos por entero distintos: o disfrutábamos un manso estado de paz o (como en la primera y segunda guerras mundiales) nos entregábamos de lleno a la lucha por una victoria total, tras la cual vendría el regreso a un estado de inocencia y contemplación interior.

Desde 1945 hemos atravesado un período vivido como una guerra al que sucedió otro de aparente distensión y que en algunos sectores creó expectativas exageradas. Hoy hemos de ver la relación Este-Oeste como una relación más compleja, en la que ambos lados mantienen intercambios comerciales y quieren control de armamentos aun si buscan fines incompatibles. No es un período proclive a la crisis o de pulsión al enfrentamiento, pero tampoco es un período de relaciones normales o de cómoda coexistencia.

La lección de Vietnam

Así, a partir del actual decenio y en los años sucesivos, no parece probable que nos veamos sumidos en un período de guerra total ni de paz total. Más bien afrontamos una abanico de amenazas contra nuestros intereses que a menudo son ambiguas.

Hay que contar con que los años inmediatos nos dispensarán su cuota segura de crisis, que afectarán a nuestros intereses. Hemos de aseguramos de que estaremos preparados y organizados para hacer frente a dificultades de esta clase.

Se ha dicho en múltiples ocasiones que la lección de Vietnam es que Estados Unidos no debe comprometerse en un conflicto militar exterior sin una misión militar precisa y clara, un sólido respaldo público y recursos suficientes para concluir la empresa. Esto es indiscutiblemente cierto. Pero ¿quiere eso decir que no hay situaciones en las que se hace necesaria o conveniente una proporcionada afirmación de poder? No lo parece. Siempre habrá casos que no alcancen la entidad de un compromiso nacional pleno de la magnitud de la segunda guerra mundial. La necesidad de evitar situaciones en las que no puede haber ganador no tiene que significar que volvamos la espalda automáticamente a aquellas en las que es difícil salir airosos y que reclaman un compromiso prudente. Éstas siempre encerrarán riesgos. No siempre vamos a poder permitirnos el lujo de elegir las circunstancias más ventajosas.

Es poco probable que podamos responder a situaciones que no son de amenza absoluta sin adecuar nuestro poderío a las circunstancias políticas o que podamos hacerlo en términos de todo o nada, que son psicológicamente más cómodos.

Tampoco tenemos otra opción que la de abordar nosotros mismos, y con toda audacia, el problema del terrorismo. El terrorismo patrocinado por Estados es realmente una forma de guerra. Movido por la ideología y la hostilidad política, es un arma de guerra no convencional contra las sociedades democráticas que, además, se aprovecha del carácter abierto de éstas. Resulta cada vez más dudoso que una estrategia puramente pasiva pueda constituir siquiera un principio de tratamiento del problema.

A medida que crece la amenaza y que la implicación de algunos países se hace cada vez más evidente, resulta, asimismo, mas conveniente que las naciones de Occidente tomen conciencia de la necesidad de una defensa activa frente al terrorismo. En la medida en que se evidencie que el terrorismo va alcanzando objetivos que se propone, sus actores ganarán en audacia, con lo cual se hará más intensa la amenaza,a que estaremos expuestos.

Es obvio que todo uso de la fuerza tiene implicaciones morales. Estados Unidos debe recurrir a su potencia militar solamente si ello se justifica por lo que está en juego y si no hay posibilidad de recurrir a otros medios, y aun así, solamente de una manera proporcionada a los objetivos. Pero no podemos eludir toda situación de amenaza, porque, de hacerlo, estaríamos dejando la suerte del mundo en manos de otros.

La ayuda militar

Más frecuentemente, la cuestión no es el empleo directo del poderío militar norteamericano, sino la de la ayuda militar a amigos para que puedan defenderse ellos mismos. El apoyo a los amigos en el ámbito de la seguridad es en todo el mundo un medio de impedir crisis. Reforzamos a nuestros amigos para hacer que sean posibles las soluciones políticas y con ello se puedan disipar amenazas de los que pretenden imponerse por la fuerza.

América Central es buen ejemplo de todo ello. La verdadera pregunta moral no es la de si creemos en las soluciones militares. Es la de si creemos en nosotros mismos, si creemos que nuestra seguridad y la de nuestros vecinos tienen valor moral.

Los problemas económicos y sociales subyacen a muchos de los conflictos. El conflicto de Centroamérica no es el de un debate entre teóricos sociales, sino que constituye una de esas situaciones en las que el resultado de la competición política dependerá en gran medida de la resultante de fuerzas en el plano militar. En El Salvador, Estados Unidos presta su apoyo a fuerzas moderadas que creen en la democracia y que presentan resistencia a los enemigos de ella, tanto de extrema derecha como de extrema izquierda. Si retirásemos nuestro apoyo, los móderados quedarían entre dos fuegos y resultarían las víctimas de la situación, lo mismo que ocumiria con la causa de los derechos humanos y las perspectivas de desarrollo económico. Cualquiera que crea en que el respaldo militar concedido a nuestros amigos no es decisivo para asegurar una solución justa está viviendo en un mundo de ilusiones. Y quien crea que puede servir un respaldo militar proporcionado aplazadamente no está mirando de frente a la realidad.

La tercera cuestión es la de cómo Estados Unidos, como país democrático, se comporta ante ta.les amenazas.

A lo largo de los últimos 35 años, la evolución del sistema intemacional tenía que resultar en un desgaste de la posición de predominio de la que disfrutaba Estados Unidos al término de la segunda guerra mundial. Pero me parece que, en este mundo nuevo, desordenado y peligroso, la pérdida del predominio norteamericano añade todavía más valor a la coherencia, la determinación y la constancia en la conducción de nuestra política exterior. Nuestro margen de error es ahora menor del que teníamos.

Este cambio de situación externa, no obstante, coincidió históricamente con una suerte de revolución cultural interior que nos ha puesto más difícil el alcanzar la coherencia, la determinación y la constancia que necesitamos. Los últimos 15 años nos han dejado una herencia de conflicto entre los poderes ejecutivo y legislativo, más una trama de restricciones sobre las facultades de acción presidencial, que ha quedado permanentemente inscrita en nuestras leyes. Son limitaciones que entorpecen toda actuación ágil y oportuna y que suponen un reclamo para que otros arrojen obstáculos.en nuestro camino.

El resultado de todo ello es, en definitiva, un enorme problema para la política exterior norteamericana: pérdida de coherencia e incertidumbre de unos y otros sobre las intenciones y la constancia de Estados Unidos.

Estos dilemas y disyuntivas van a seguir presentándose, con independencia de quién sea el presidente de Estados Unidos. No son problemas que afecten a uno u otro partido. Es absurdo pretender que en esta materia hay soluciones simples.

Estados Unidos afronta actualmente tiempos de amenaza, tan duros como cualesquiera de los que haya memoria reciente. Contamos con una diplomacia que se ha afanado en la búsqueda de la paz por medio de negociaciones. Hemos reconstruido nuestro potencial. Los norteamericanos no somos un pueblo tímido. Una política exterior válida para Estados Unidos no ha de ser una política de aislacionismo y culpabiliz ación, sino de compromiso activo.

George Shultz es secretario de Estado de Estados Unidos de Norteamérica.

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