Tribuna:

El intelectual como emblema

Cuando los historiadores del futuro hagan la historia de la transición española, dentro de más o menos años, probablemente un hecho que les llamará la atención de forma destacada será el de la socialización de la cultura. Inmediatamente después de que se produjo la transición hubo un momento en que los espectadores de la realidad cultural se preguntaron al unísono cómo era posible que la libertad no hubiera traído consigo una floración de las iniciativas refrenadas durante la oprobiosa. Era, claro está, una ingenuidad. La dialéctica entre libertad y creatividad cultural es siempre compl...

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Cuando los historiadores del futuro hagan la historia de la transición española, dentro de más o menos años, probablemente un hecho que les llamará la atención de forma destacada será el de la socialización de la cultura. Inmediatamente después de que se produjo la transición hubo un momento en que los espectadores de la realidad cultural se preguntaron al unísono cómo era posible que la libertad no hubiera traído consigo una floración de las iniciativas refrenadas durante la oprobiosa. Era, claro está, una ingenuidad. La dialéctica entre libertad y creatividad cultural es siempre complicada y no lineal: probablemente, por ejemplo, en la medida que se pueda simplificar en esta materia, una época como la de la dictadura de Primo de Rivera fue más relevante en el terreno intelectual y artístico que la propia época republicana, la única experiencia de democracia que España ha vivido antes de 1977. La libertad suele ser una exigencia de todo intelectual, pero por sí misma no aumenta la calidad de la tarea creativa.Lo que sí produjo la transición fue un indudable mayor interés colectivo por la cultura. En esta realidad estamos instalados en el momento presente, y para darse cuenta de ella basta con girar la vista en torno. Se ha dicho, con razón, que la cultura de la transición ha sido fundamentalmente retrospectiva y de recuperación Buena prueba de ello lo tenemos en la relevancia alcanzada por exposiciones, históricas (la de la guerra civil o la del exilio), por la propia temática cinematográfica o la recuperación de malditos del período franquista. Pero si esto puede parecer escasamente original, al mismo tiempo hay una indudable originalidad, irrepetible, en los últimos años de la cultura española, y es que por vez primera se ha convertido en un fenómeno colectivo lo que en el pasado interesaba tan sólo a núcleos bastante reducidos.

Se podrá, apreciar desde este punto de vista la insustancialidad de la propuesta que con frecuencia se hace desde planteamientos nacionalistas o de izquierda acerca de la promoción de una supuesta cultura popular, a la que se le suele añadir el calificativo de democrática. La cultura, o efectivamente se populariza (y ello está aconteciendo en España desde los setenta) o no, pero no existe un tipo especial de cultura que sea la popular; el intentar promoverla suele constituir un propósito político de quienes se caracterizan más bien por la ignorancia en la materia o la quieren utilizar en un sentido ideológico sesgado. Casi no merece la pena, extenderse en esta cuestión, que en los países europeos ya ni siquiera se plantea en la manera en que se hace en determinados círculos de la Administración española, epígonos en todo.

Quizá merezca la pena, en cambio, insistir en un aspecto que quizá no se ha tenido suficientemente en cuenta y que es un correlato evidente de la socialización de la cultura. Puesto que ésta ha adquirido una dimensión colectiva, ahora, por parte de los sociedad, existe una vaga necesidad de la ejemplaridad social y ética del intelectual. No se trata ya de que se exija al intelectual un compromiso, como al final de la dictadura. Más bien es al contrario: si bien se observa precisamente ahora, el compromiso político está en retroceso. Basta con ver desde la evolución temática o cromática de los pintores de El Paso o el teatro de Fermín Cabal para comprobar que la creación cultural se ha librado del asfixiante cerco que le imponía el clima del tardofranquismo, y ello ha hecho que desaparezca del primer plano de las preocupaciones el compromiso. Pero la mayor relevancia social de la cultura ha hecho que, paradójicamente, a intelectuales, escritores y artistas se les vea en un primer plano de la actualidad y por ello exista una tentación sutil de manipularlos por parte de la clase política.

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Cuando ya el compromiso no está de moda, lo que corre el peligro de convertirse en algo habitual es la utilización del intelectual como algo decorativo, con lo que se queda bien si se exhibe oportunamente, que, a fin de cuentas, tampoco resulta ni enojoso ni definitivamente inútil, pero, por supuesto, queda sometido a los intereses más apremiantes e infinitamente más decisivos de la vida política. En general, ésta es, en efecto, la actitud habitual de la clase política. El intelectual es un mascarón de proa, un emblema, alguien al que invitar a cócteles y al que sonreír Periódicamente. A fin de cuentas, cuesta poco y parece que se queda bien.

Pongamos un ejemplo con el evidente peligro de que alguien se enfade. Recientemente se ha clausurado una exposición en el Congreso de los Diputados de grandes artistas españoles actuales. En principio, la idea podría parecer laudable y merecedora de todo tipo de entusiasmos, pero si bien se observa, eso no es una idea, es una ocurrencia. Dejemos de un lado los problemas de selección o incluso algún engendro, expuesto como producto del compromiso de no se sabe quién. En sí, la exposición era magnífica, pero el local era todo menos apropiado. Encontrarse cuadros de Zóbel o de Lucio Muñoz separados por los mofletes en mármol de Isabel II o de Rivera sujeto en un panel inadmisible para una venta de rebajas en grandes almacenes o concluir la visita a la exposición con un conserje que, en el herrúciclo, te muestra los impactos de las balas de Tejero puede parecer un espectáculo extraordinario, pero, en todo caso, que no hace daño a nadie.

Pues bien, no es así. En mi opinión, la experiencia es extravagante y, además, peligrosa. El Congreso de los Diputados debiera saber que las exposiciones se hacen en los museos o en las salas de exposición y no en los parlamentos, y que, trasladando medio Museo de Cuenca al Congreso de los Diputados, con premura, no se demuestra preocupación por las artes, sino superficialidad. Los políticos espaltoles deberían saber que la tarea del intelectual, el escritor o el artista debe ser juzgada con el suficiente aprecio como para merecer el tratamiento de la normalidad. El Congreso de los Diputados no tiene por qué dar premios literarios, ni patrocinar conferencias, ni organizar exposiciones como está haciendo. Lo que debiera hacer, en cambio, es votar más presupuesto para el Ministerio de Cultura, aprobar el 1% cultural, comprar cuadros y, a ser posible, transformar ese edificio nuevo, que parece una mezcla de teleclube pretencioso y pub provinciano. Todo lo demás es lo de siempre, aunque en una versión ahora aparentemente más respetuosa para los valores de la cultura. Se llama utilizar el intelectual como emblema.

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