Editorial:

Las autopistas, de peaje

EL RETORNO de las autopistas de peaje al Estado es, quizá, una demostración inapelable de que las carreteras de ayer son las autopistas del presente. Las primeras en revertir al'Estado, mucho antes de que se cumpliese su plazo, han sido las autopistas del Mediterráneo (Acesa) y la de Cataluña-Aragón (Acasa); inmediatamente después les ha correspondido el turno a la autopista recién inaugurada astur-leonesa (Aucalsa) y a la autopista gallega del Atlántico.Las grandes obras de infraestructura, en su ejecución y en su explotación, han tenido en todos los países unas exigencias muy particulares: l...

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EL RETORNO de las autopistas de peaje al Estado es, quizá, una demostración inapelable de que las carreteras de ayer son las autopistas del presente. Las primeras en revertir al'Estado, mucho antes de que se cumpliese su plazo, han sido las autopistas del Mediterráneo (Acesa) y la de Cataluña-Aragón (Acasa); inmediatamente después les ha correspondido el turno a la autopista recién inaugurada astur-leonesa (Aucalsa) y a la autopista gallega del Atlántico.Las grandes obras de infraestructura, en su ejecución y en su explotación, han tenido en todos los países unas exigencias muy particulares: largos períodos de amortización para los capitales tomados a préstamo, un nivel de inflación reducido, que implicaba bajos tipos de interés y, finalmente, una economía capaz de devolver, a través de los impuestos, los anticipos de los préstamos. Éste ha sido el esquema que funcionó en Estados Unidos y en los países industrializados europeos.

En España, la construcción de autopistas mediante concesionarias privadas reposaba en la fantasía de que aquellos supuestos básicos podían ser sustituidos por un aumento excepcional de tráfico, que, a través del pago de los peajes, financiaría con comodidad los gastos de construcción y los costes de explotación. Además, el Estado se recreó en la ilusión presupuestaria que suponía la no inclusión de esas inversiones en los capítulos de gastos públicos. Los equilibrios presupuestarios de años pasados, mantenían un déficit oculto, que ha acabado aflorando.

En el caso de las autopistas españolas han coincidido, además, algunos elementos típicamente tercermundistas. El coste por kilómetro ha estado presidido por criterios técnicos y de prestigio, mientras los condicionantes económicos quedaban relegados. El trazado de las autopistas de peaje respondía no sólo a la densidad del tráfico presente y futuro sino a condicionantes políticos de apaciguamiento. También el negocio de la construcción de la autopista ha debido ser excelente para algunos.

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Con todas estas debilidades de partida no tenía nada de particular que en cuanto fallase algo, las condiciones de financiación por ejemplo, todo el tinglado se viniese abajo. Esto es lo que ha ocurrido al elevarse los tipos de interés y depreciarse la peseta respecto al dólar, que era la moneda en que estaban suscritos préstamos importantes en el exterior. La financiación exterior fue alentada desde el propio Estado, con la ilusión adicional de que las entradas de divisas elevarían nuestro nivel de reservas, mejorarían las apariencias de la balanza de pagos y, en definitiva, serían un respaldo para la peseta.

El otro punto clave de la autopista es el peaje. Se pensó que el incremento del tráfico y la comodidad del trazado empujarían hacia la autopista a todos los potenciales usuarios. La realidad tampoco ha revalidado esta estimación. Las carreteras paralelas soportan un tráfico igual o superior al de las autopistas y muchos vehículos pesados, debido al alto peaje, siguen evitándolas.

Países como Alemania Occidental han conseguido la red de autopistas como el eje estratégico del tráfico automovilístico. La autopista es el sustituto de las carreteras, facilita un tráfico fluido, abarata el transporte y ahorra petróleo. Su financiación se cubre con impuestos y no existe peaje. El precio, por ejemplo, del gasóleo en Alemania Occidental es casi equivalente al de la gasolina, y es un estímulo irresistible para que los vehículos pesados utilicen las vías más rápidas. Si en España se elevase en sólo cuatro pesetas el precio del gasóleo se obtendrían unos recursos equivalentes a los ingresos de todos los peajes recaudados.

La alternativa alemana quizá, sea digna de ser estudiada, en todo o en parte, porque es evidente que el peaje es incapaz de financiar el coste de las autopistas y, además, desincentiva la utilización de una infraestructura carísima. Este aspecto, y otros muchos, sobre todo de cómo disponer de una red coordinada y continua para el transporte automovilístico, será una de las tareas prioritarias del Ministerio de Obras Públicas. Asimismo, la nueva gran empresa pública receptora de la administración de todas las autopistas, hoy por hoy de peaje, deberá también tener una gran responsabilidad en la ordenación de esta política, incluido el capítulo de la financiación de las enormes pérdidas acumuladas. En definitiva, se trata de pasar del tercemundismo de la ostentación, con algo de corrupción, a una administración cuidadosa del ahorro nacional, que, facilite el transporte de vehículos, abaratándolo y permitiendo un ahorro importante en el consumo de carburantes por distancia recorrida.

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