Tribuna:

El sacro imperio conservador

Se ha constituido en Londres una Internacional Conservadora. En ella están presentes partidos de los grandes países del mundo occidental, aunque no los de Italia, ni los de Latinoamérica, ni los del Tercer Mundo. La cosa puede sorprender a algunos, pero está clara. La Internacional Conservadora no es una Internacional: es un Sacro Imperio, donde están ausentes el Papa y los bárbaros tercermundistas. El Papa, es decir, los democristianos italianos, enviarán bendiciones legitimadoras en el orden político, pero no estarán temporalmente presentes. En cuanto a los bárbaros, ya se sabe que su...

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Se ha constituido en Londres una Internacional Conservadora. En ella están presentes partidos de los grandes países del mundo occidental, aunque no los de Italia, ni los de Latinoamérica, ni los del Tercer Mundo. La cosa puede sorprender a algunos, pero está clara. La Internacional Conservadora no es una Internacional: es un Sacro Imperio, donde están ausentes el Papa y los bárbaros tercermundistas. El Papa, es decir, los democristianos italianos, enviarán bendiciones legitimadoras en el orden político, pero no estarán temporalmente presentes. En cuanto a los bárbaros, ya se sabe que su misión en el mundo es servir de mercado para expandir la fe y las armas del Imperio, y para proveer de las viandas necesarias a las fiestas.Al crear una Internacional de la derecha, frente a las viejas Internacionales socialistas, los conservadores, como siempre, llegan tarde. Es cierto que la esencia del pensamiento conservador está en su oposición a las ideas y a las realizaciones políticas de signo progresista. A diferencia del tradicionalismo puro, que se caracteriza por su adhesión al pasado y su miedo a las innovaciones, el pensamiento conservador surge en Europa para oponerse a la Ilustración y a la Revolución francesa, buscando fórmulas, que encierran elementos tradicionalistas, sin duda, pero capaces de dar una respuesta diferente a la nueva situación creada. Karl Mannheim, autor de un excelente análisis del pensamiento conservador, sostiene que éste responde a una conducta intencionada, mientras que la conducta tradicionalista es casi puramente reactiva. Esa intencionalidad básica de los primeros conservadores europeos, de Burke a Chateaubriand, de Adam Müller a Comte, se dirigía a combatir el racionalismo y las doctrinas del derecho natural de la Ilustración, así como el centralismo planificador de los jacobinos, mediante la elaboración de un nuevo sistema de pensamiento. A las doctrinas del contrato social, derechos del hombre y soberanía popular, enmarcadas en una concepción racionalista que exige su validez y su aplicación universal, los conservadores opusieron conceptos como los de vida e historia, para caracterizar la irracionalidad de lo real y el marcado individualismo del proceso histórico. No se oponían globalmente a la doctrina racionalista del derecho natural, sino que elaboraron una concepción dinámica e histórica de la razón, que se reflejó en todo el movimiento romántico y la filosofía de la vida, pero también en el pensamiento de Hegel e, incluso, en el de Marx.

En suma, el pensamiento conservador surge como una oposición al progresismo liberal y a los principios racionalizadores de la burguesía capitalista, tomando como elementos esenciales para combatir la novedad ilustrada los viejos valores del antiguo régimen y una serie de supuestos del orden feudal. Mientras el pensamiento progresista de la burguesía ascendente considera el tiempo presente como el comienzo de un futuro que se puede programar y encauzar, el pensamiento conservador ve el presente como la última etapa del pasado, y le parece perniciosa y utópica cualquier planificación del orden social. La burguesía progresista quiere calcular los riesgos del futuro, y planifica para eliminarlos o reducirlos al mínimo; en cambio, los conservadores muestran su desacuerdo con dicha programación, en un momento en que todo abonaba la dirección progresista de la historia. Y se equivocaron de forma estrepitosa. La derecha de nuestros días hace continuas referencias a los errores de las predicciones de Marx, pero se olvida de mencionar los errores y despistes monumentales de las teorías conservadoras.

Como ejemplo de profecía conservadora incumplida, se puede citar un texto de José de Maistre. En sus Consideraciones sobre Francia escribe: "No creo en la durabilidad del Gobierno norteamericano ni me merecen confianza las instituciones peculiares de la América inglesa. Las ciudades, por ejemplo, no han podido ponerse de acuerdo sobre cuál de ellas sería la sede del congreso; ninguna quería ceder ese honor a otra. En consecuencia, decidieron contruir una ciudad nueva que fuera sede del Gobierno. Se eligió, como situación más favorable, la ribera de un gran río y se decidió que la nueva ciudad se llame Washington... No hay nada en esa idea que esté más allá del poder humano; es posible, sin duda, construir una ciudad. Pero hay en el asunto demasiada decisión deliberada, demasiado factor humano; y podrían apostarse mil contra uno a que no se construirá la ciudad, que no se llamará Washington y que el Congreso no residirá en ella".

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Desde entonces, no sólo tuvieron éxito las fórmulas calculadoras del racionalismo capitalista -indicando que la defensa conservadora de las estructuras y los valores del viejo orden llegaba tarde, sin tiempo ya para mejoras y reformas de aspectos parciales-, sino que triunfaron en el mundo fórmulas socialistas, ínipulsadas desde doctrinas y movimientos que enlazaban las reivindicaciones del proletariado con los principios planificadores del racionalismo ilustrado. Y se crearon Internacionales socialistas y de trabajadores, para la promoción y defensa de los intereses del proletariado en ascenso. Marx y Engels proclamaron que los obreros no tienen patria y que su misión histórica era abolir la explotación del hombre por el hombre, lo cual conduciría a abolir la explotación de una nación por otra. El pensamiento conservador reaccionó entonces, por mil conductos, contra ese internacionalismo sin patria.

Ahora, curiosamente, un siglo después, los conservadores fundan su Internacional. No era necesario. Desde hace tiempo están en el mundo las empresas multinacionales, y las multinacionales tampoco tienen patria. Pero el acta fundacional de Londres expresa una voluntad de unificación de los dispersos reinos conservadores para constituir un nuevo Sacro Imperio capitalista. Representantes de partidos conservadores, liberales y democristianos han querido poner fin a las ambigüedades centristas y a los intentos particularistas de diferenciación ideológica, estableciendo un marco común de lucha contra la expansión planetaria de un nuevo orden social y económico. Ya están todos reunidos, dispuestos a dejar los disfraces en el desván. No se manifiestan en contra de la planificación racional, propia del capitalismo, como habían hecho los conservadores del siglo XIX. Después de todo, nadie planifica más que la gran corporación industrial moderna, llámese IBM o General Motors. Su oposición se orienta a evitar que la programación se realice, desde las fuerzas políticas organizadas del Estado, en pro de una distribución más justa y equitativa de la riqueza y de las cargas sociales. Por eso, en el mensaje fundacional del nuevo Sacro Imperio se habla mucho del sistema representativo, del imperio de la ley y del mercado libre, pero se silencia el valor de la igualdad. Y sin progresar en el camino de la igualdad no se puede avanzar en el de la libertad y la justicia, que, entendida prioritariamente en un sentido distributivo, es el valor en alza de la nueva sociedad.

¿Qué futuro anuncian los reunidos en Londres? ¿El del orden a palos? Los conservadores, una vez más, llegan tarde. Primero se opusieron a la burguesía capitalista, cuando acababa de triunfar. Ahora quieren defender los peores supuestos de aquella misma burguesía, cuando el estado del bienestar la ha desplazado y éste mismo ha entrado en crisis. Cantan en la hora del ocaso. El nuevo Sacro Imperio no es un comienzo: es un final.

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